martes, 30 de mayo de 2017

Un informe para una academia. Franz Kafka.

Excelentísimos señores de la Academia:
Me conceden ustedes el honor de pedirme que presente a la Academia un informe sobre mi pasada vida de simio.
En este sentido, por desgracia, no puedo acceder a su petición. Casi cinco años me separan de mi estado de simio, tiempo breve, quizás, si se mide con el calendario, pero infinitamente largo para recorrerlo al galope, como yo lo he hecho, acompañado a trechos por personas excelentes, por buenos consejos, aplausos y música de orquesta, pero en el fondo, solo, pues todo el acompañamiento se quedaba, para seguir con la imagen, lejos de la barrera. Tal logro hubiera sido imposible si yo hubiese querido seguir aferrado obstinadamente a mis orígenes, a mis recuerdos de juventud. Precisamente, la renuncia a toda obstinación fue el primer deber que me impuse; yo, simio libre, me sometí a tal yugo. Pero así, por otra parte, los recuerdos me fueron cada vez más inaccesibles. Si al principio sólo con que los hombre hubiesen querido, yo hubiera podido elegir el regreso a través de la gran puerta que forma el cielo sobre la tierra, esa puerta, según progresaba impetuosamente mi evolución, se fue volviendo cada vez más baja y angosta. Cada vez me sentía mejor y más arropado en el mundo de los hombres; la tempestad que aún se agitaba sobre mí, procedente de mi pasado, se calmó; hoy es sólo una corriente de aire, que me enfría los talones; y aquel lejano orificio por el que llega ese aire, y por el que llegué yo en otro tiempo, se ha vuelto tan pequeño que, si las fuerzas y la voluntad me bastaran para retroceder hasta allí, tendría que arrancarme la piel a tiras para poder pasar por él. Hablando con claridad, por más que me guste emplear imágenes para tales cosas, hablando con claridad: su simiedad, señores, en la medida en que ustedes hayan pasado por una experiencia semejante, no puede estar más alejada de ustedes que de mí la mía. Pero el talón le hace cosquillas a todo aquel que camina sobre esta tierra: al pequeño chimpancé y al gran Aquiles.
No obstante, en un sentido muy restringido, tal vez pueda darles la información que me piden y lo hago, incluso, con muchísimo gusto. Lo primero que aprendí fue a dar la mano. Dar la mano es signo de sinceridad; si bien hoy, en el cénit de mi carrera, unas palabras sinceras vienen a añadirse a ese primer apretón de manos. Aquéllas no aportarán nada esencialmente nuevo a la Academia y quedarán muy por debajo de lo que se me ha pedido y de lo que yo, por mucho, que quiera, no puedo decir: pero en cualquier caso, marcarán las directrices conforme a las cuales un antiguo simio penetró en el mundo de los hombres y se estableció en él. No obstante, seguro que yo no podría decir ni siquiera lo poquito que sigue si no tuviese plena seguridad en mí mismo y si mi posición en todos los grandes escenarios de variedades del mundo civilizado no se hubiese consolidado y fuese ya inconmovible.
Mi lugar de origen es Costa de Oro. Para saber cómo fui capturado tengo que recurrir a informes ajenos. Una expedición de caza de la empresa Hagenbeck -con el guía, por cierto, he vaciado desde entonces más de una botella de buen tinto- estaba al acecho en la maleza de la orilla cuando, al caer la tarde, yo me dirigí en medio de una manada hacia el abrevadero. Dispararon; yo fue el único alcanzado; recibí dos disparos. Uno en la mejilla; ése fue leve; dejó sin embargo una gran cicatriz roja, sin pelo, que me valió el sobrenombre odioso de Pedro el Rojo, totalmente inexacto e inventado a todas luces por un simio, como si la mancha roja de la mejilla fuese lo único que me distinguía del tal Pedro, un mono amaestrado que murió no hace mucho y que gozaba de cierta popularidad. Esto, entre paréntesis.
El segundo disparo me alcanzó por debajo de la cadera. Ése fue grave, ése tuvo la culpa de que todavía hoy cojee un poco. Últimamente, en un artículo de alguno de los miles y miles de botarates que se dedican a hablar de mí en los periódicos, he leído que mi naturaleza de simio todavía no ha sido reprimida del todo; que la prueba de ello es que, cuando tengo visita, me gusta quitarme los pantalones para mostrar el sitio por donde entró el disparo. A ese tipo habría que arrancarle, disparo tras disparo, uno por uno los deditos de esa mano con la que escribe. Yo, yo me quito los pantalones delante de quien me da la gana, no se encontrará allí otra cosa que una piel bien cuidada y la cicatriz que dejó un disparo -elijamos aquí, con una finalidad determinada, una palabra determinada, que sin embargo no debe dar lugar a malentendidos-, la cicatriz que dejó un disparo criminal. Todo está a la vista, no hay nada que esconder; cuando se trata de la verdad, toda persona de elevados sentimientos se despoja de los más exquisitos modales. Si, en cambio, el tal chupatintas se quitase los pantalones cuando hay visita, eso, desde luego, tendría un cariz diferente, y estoy dispuesto a aceptar como prueba de racionalidad el hecho de que no lo haga. ¡Pero que él, por su parte, no me venga a mí con exquisiteces!
Después de aquellos disparos me desperté -y aquí comienzan poco a poco mis propios recuerdos- en una jaula con cuatro paredes de rejas, eran más bien solo tres rejas sujetas a un cajón; o sea, el cajón formaba la cuarta pared de la jaula. El conjunto era demasiado bajo para estar de pie y demasiado estrecho para sentarse. Por eso yo permanecía de cuclillas, temblándome constantemente las rodillas dobladas; además, como al principio seguramente yo no quería ver a nadie y sólo buscaba la oscuridad, estaba vuelto hacia el cajón, y los barrotes de la jaula, por detrás, se me clavaban en la carne. Esa forma de reclusión de los animales salvajes durante los primeros tiempos se considera ventajosa, y hoy no puedo negar, después de mi experiencia, que desde una perspectiva humana, así es, en efecto.
Pero en eso yo no pensaba entonces. Por primea vez en mi vida me encontraba sin salida; al menos de frente, no la tenía; de frente estaba, delante de mí, el cajón, con las tablas firmemente unidas unas con otras. Eso sí, entre las tablas, a todo lo largo, había una abertura que yo, nada más descubrirla, saludé con el radiante alarido de la falta de raciocinio, pero aquella abertura no bastaba ni siquiera para meter el rabo por ella, y no había fuerza simiesca que la hiciera aumentar de tamaño.
Parece que -eso me dijeron después- hice inusitadamente poco ruido, de lo que dedujeron que, o bien iba a morirme pronto o, si conseguía sobrevivir a esa primera etapa crítica, me dejaría amaestrar muy fácilmente. Sobreviví a aquella etapa. Sollozar ahogadamente, buscar dolorosamente pulgas, lamer cansinamente un coco, golpear con la cabeza la pared del cajón, sacar la lengua cuando alguien se me acercaba demasiado: tales fueron las primeras actividades de la nueva vida; pero en todo ello siempre la misma sensación: no hay salida. Naturalmente, hoy sólo puedo reproducir con palabras humanas lo que entonces sentí como simio, y, por tanto, lo desvirtúo, pero aunque ya no pueda conseguir la antigua verdad simiesca, ésta se halla en el sentido general de mi descripción, de eso no cabe duda.
Hasta entonces yo había tenido muchísimas salidas, y ahora ninguna. Estaba inmovilizado. Si me hubiesen clavado a la pared, mi libertad de movimientos no habría sido menor. ¿y todo eso por qué? Ráscate la carne de entre los dedos de los pies, no encontrarás la causa; apriétate por detrás contra el barrote de la reja hasta casi partirte en dos, no encontrarás la causa. Yo no tenía salida, pero tenía que hallarla, pues sin ella no podía vivir. Siempre en aquella pared del cajón: hubiese estirado la pata irremisiblemente. Pero, en la empresa Hagenbeck, el lugar asignado a los simios es la pared del cajón: pues bien, así dejé de ser simio. Un hermoso y claro razonamiento, que tengo que haber ideado con el vientre, pues los simios piensan con el vientre.
Tengo miedo de que no se entienda exactamente lo que yo entiendo por salida. Yo utilizo esta palabra en su sentido más habitual y pleno. N hablo, con intención, de libertad. No me refiero a esa gran sensación de libertad en todas las direcciones. En tanto que simio, tal vez la conocía y he conocido a personas que la deseaban ansiosamente. Pero, por lo que a mí respecta, yo no pedía libertad ni entonces ni hoy. Entre paréntesis: con la libertad, los hombres se engañan mucho, demasiado, unos a otros. Y lo mismo que la libertad es uno de los sentimientos más sublimes, así también el engaño relativo a esa libertad es uno de los más sublimes. En los espectáculos de variedades, antes de mi actuación, he visto muchas veces a alguna pareja de artistas manejando los trapecios arriba, en el techo. Se lanzaban al vacío, se columpiaban, saltaban, volaban uno a los brazos del otro, uno llevaba de los cabellos al otro con los dientes. “También eso es libertad humana”, pensé, “movimiento soberano”. ¡Escarnio de la sacrosanta naturaleza! Ningún edificio quedaría en pie ante las carcajadas de la simiedad a la vista de tal espectáculo.
No, yo no quería libertad. Sólo una salida; por la derecha, por la izquierda, en la dirección que fuese; no pedía más; aunque la salida fuese un engaño, mis pretensiones eran pequeñas, así que el engaño tampoco sería mayor. ¡Avanzar, avanzar! El caso era no estar inmóvil con los brazos levantados, aplastado contra la pared de un cajón.
Hoy lo veo con claridad: sin una calma interior muy grande, yo nunca hubiera podido salvarme. Y en efecto, todo lo que he llegado a ser quizás se lo deba a la calma que, pasados los primeros días, me sobrevino allí en el barco. La calma, por su parte, se la debo seguramente a la gente del barco.
Son buena gente pese a todo. Todavía hoy recuerdo con agrado el ruido de sus pesados pasos, que resonaban en aquel entonces en mi duermevela. Tenían la costumbre de hacerlo todo con enorme lentitud. Si alguno quería frotarse los ojos, levantaba la mano como un peso muerto. Sus bromas eran toscas, pero cariñosas. Su risa iba siempre unida a una tos de parecía peligrosa al oírla, pero que no significaba nada. Siempre tenían en la boca algo que escupir y les daba igual adónde lo escupían. Siempre se quejaban de que mis pulgas saltaban hasta ellos, pero no por eso llegaron a enojase una sola vez seriamente conmigo. Ya sabían que en mi piel medran las pulgas y que las pulgas saltan, y se resignaron a ello. Cuando no estaban de servicio, a veces se sentaban algunos en semicírculo en torno a mí, no hablaban apenas, sino que sólo se arrullaban unos a otros, tendidos sobre cajones, fumaban en pipa; se desternillaban de risa nada más hacer yo el menor movimiento; y de vez en cuando uno de ellos cogía un palo y me hacía cosquillas donde más me gustaba. Si hoy me invitasen a viajar en aquel barco, seguro que declinaría la invitación, pero también es seguro que en aquel entrepuente no tendría únicamente recuerdos desagradables.
Fue sobre todo la calma que llegué a tener entre aquellas gentes lo que me hizo desistir de cualquier tentativa de fuga. Visto desde la perspectiva actual me parece como si entonces hubiese adivinado que, si quería vivir, tenía que encontrar una salida, pero que esa salida no se lograba huyendo. Hoy ya no sé si existía posibilidad de huir, pero creo que sí; para un simio siempre debería existir una posibilidad de huir. Con mis dientes de hoy ya tengo que tener cuidado cuando casco una simple nuez, pero en aquel entonces hubiera conseguido seguramente, con el tiempo, partir el cerrojo a mordiscos. No lo hice. ¿Qué habría adelantado con ello? Me habrían capturado otra vez, nada más asomar la cabeza, y me habrían metido en una jaula todavía peor; o habría podido ir a refugiarme, sin que me vieran, entre otros animales, por ejemplo entre las serpientes gigantes que había enfrente de mí, y habría exhalado mi último suspiro entre sus abrazos; o habría conseguido incluso deslizarme hasta cubierta y saltar por la borda, entonces me hubiera balanceado un poquito en el océano y habría muerto ahogado. Actos desesperados. Yo no hacía cálculos tan humanos, pero bajo la influencia de mi entorno me comporté como si los hubiese hecho.
Yo no hacía cálculos, pero sí observaba con toda tranquilidad. Veía ir y venir a todas esas personas, siempre los mismos rostros, los mismos movimientos; muchas veces me parecía como si sólo fuesen uno. De modo que el hombre, o aquellos hombres, caminaban sin ser molestados. Una meta suprema iba tomando forma. Nadie me prometió que si yo me hacía como ellos, levantarían la reja. Promesas como éstas, para cosas que aparentemente no pueden cumplirse, no se hacen. Pero si se cumple la cosa, entonces aparecen posteriormente las promesas, justamente allí donde se las ha buscado antes inútilmente. Ahora bien, en sí mismos, aquellos hombres no tenían nada que me atrajese mucho. Si yo fuese partidario de esa libertad ya mencionada, hubiese preferido el océano a la salida que se me iba revelando en la turbia mirada de aquellos hombres. En cualquier caso, yo los venía observando ya mucho tiempo antes de pensar en tales cosas, es más, fueron todas esas observaciones las que me empujaron en una dirección determinada.
Era tan fácil imitar a la gente… Escupir, ya supe hacerlo en los primeros días. Entonces nos escupíamos unos a otros en la cara; la diferencia era solamente que yo después me limpiaba lamiéndome el rostro, ellos no. La pipa la fumé pronto como un viejo; si además hundía el dedo en la cazoleta, todo el entrepuente exultaba; lo único que no comprendí durante mucho tiempo fue la diferencia entre la pipa vacía y la llena.
Lo que más trabajo me dio fue la botella de aguardiente. El olor me torturaba; yo hacía unos esfuerzos enormes; pero pasaron semanas antes de superarlo. Curiosamente, la gente tomaba más en serio esas luchas interiores que cualquier otra cosa mía. En mis recuerdos no distingo a una persona de otra, pero había un hombre que llegaba continuamente, solo o acompañado, día y noche, a las más diversas horas; se ponía delante de mí con la botella y me daba clase. No me comprendía, quería resolver el enigma de mi ser. Descorchaba despacio la botella y después me miraba para comprobar si yo había entendido; lo confieso, yo le miraba siempre con una atención exacerbada, feroz; ningún maestro humano hallará tal alumno humano en todo el orbe terrestre. Una vez descorchada la botella, la elevaba hacia la boca; yo, con la mirada, tras él, hasta la garganta; él hacía gestos de aprobación, contento conmigo, y se pone la botella en los labios; yo, entusiasmado de ir comprendiendo gradualmente, me rasco, entre chillidos, por todas partes, dondequiera que llego; él está contento, empina la botella y echa un trago; yo, impaciente y exasperado en mis desos de imitarle, me ensucio en mi jaula, lo que a él, por su parte, le causa gran contento; y entonces, apartando lejos de sí la botella y llevándosela de nuevo con dinamismo a la boca, exageradamente inclinado hacia atrás en su afán didáctico, la vacía de un trago. Yo, fatigado por el excesivo deseo, ya no puedo seguirle y permanezco débilmente agarrado a la reja, mientras que él termina la clase teórica acariciándose el vientre y sonriendo.
Ahora es cuando comienza la parte práctica. ¿No estoy demasiado agotado por la teoría? Por supuesto, ¡y tan agotado! Eso forma parte de mi sino. No obstante, agarro lo mejor que puedo la botella que me presentan; la descorcho temblando; al conseguirlo renacen poco a poco las fuerzas; levanto la botella, apenas me distingo del modelo; me la llevo a la boca… y la tiro asqueado, asqueado, aunque esté vacía y sólo la llene el olor, la tiro asqueado al suelo, con gran congoja de mi maestro, con mayor congoja por mi parte; no le apaciguo a él ni tampoco a mí mismo por el hecho de que, una vez tirada la botella, me acaricie impecablemente el vientre y sonría al mismo tiempo.
La clase transcurrió así muchísimas veces, y, para hacer justicia a mi maestro, he de decir que no se enfadaba conmigo; es cierto que a veces me ponía la pipa encendida en la piel, hasta que ésta, en alguna parte donde yo apenas podía llegar, empezaba a chamuscarse, pero luego él mismo la apagaba con mano gigantesca y bondadosa; no me lo tomaba a mal, veía que ambos luchábamos en el mismo bando contra la naturaleza simiesca y que yo llevaba la parte más dura.
Qué victoria, sin embargo, para él y para mí, cuando una tarde, ante un gran círculo de espectadores -tal vez fuese una fiesta, sonaba un gramófono, un oficial se paseaba entre la gente-, cuando aquella tarde, en un momento en que nadie me observaba, agarré una botella de aguardiente que habían dejado olvidada delante de mi jaula, la descorché impecablemente, ante la creciente atención del grupo, me la llevé a la boca y, sin vacilar, sin hacer una mueca, como bebedor consumado, girando los ojos en redondo, con el gaznate a rebosar, la vacié real y verdaderamente; tiré la botella, no ya como un desesperado, sino como un artista; olvidé, es cierto, acariciarme el vientre; a cambio de ello, por ser inevitable, porque me urgía, porque deliraban mis sentidos, grité sin más rodeos “¡Hola!”, prorrumpí en un sonido humano, salté con esa exclamación a la comunidad de los hombres y sentí su eco -”pero, escuchad, está hablando!”- como un beso en mi cuerpo inundado de sudor.
Repito: lo que me atrajo no fue el imitar a los hombre; imité porque buscaba una salida, por ninguna otra razón. Tampoco conseguí mucho con aquella victoria. Al momento me volvió a fallar la voz; no reapareció hasta meses después; la repugnancia ante la botella de aguardiente volvió incluso con más intensidad. Pero, eso sí, la dirección que yo debía seguir, me había sido dada de una vez para siempre.
Cuando fui entregado en Hamburgo al primer adiestrador, vi enseguida las dos posibilidades que se me ofrecía: jardín zoológico o espectáculo de variedades. No lo dudé. Me dije: emplea toda tu energía en meterte en las variedades; ésa es la salida; el jardín zoológico es sólo otra jaula con barrotes; si entras en ella, estás perdido.
Y aprendí, señores. Ay, se aprende cuando se tiene que aprender; se aprende, cuando se busca una salida; se aprende sin contemplaciones. Se vigila uno a sí mismo con el látigo; se desgarra uno a sí mismo ante la mínima resistencia. La condición simiesca salió velozmente de mí, a volteretas, y desapareció, hasta el punto de que mi primer maestro casi se volvió simio, pronto tuvo que dejar la clase y ser ingresado en una casa de salud. Afortunadamente, pronto volvió a salir de ella.
Pero yo agoté a muchos maestros, e incluso a varios maestros a la vez. Cuando ya estaba más seguro de mis facultades, cuando la opinión pública seguía mis progresos y mi futuro empezaba a brillar, yo mismo tomé maestros, los hice sentarse en cinco habitaciones contiguas y aprendí con todos a la vez, corriendo sin interrupción de una habitación a otra. ¡Aquellos progresos! ¡Los rayos del saber penetrando por todas partes en el cerebro que despertaba! No lo niego: me hacía sentir feliz. Pero también lo confieso: no lo sobrestimaba, ni siquiera entonces, y mucho menos ahora. Mediante un esfuerzo que hasta ahora no se ha repetido en la tierra, he alcanzado la formación media de un europeo. Esto tal vez no sería nada en sí, pero sí es algo en la medida en que me ayudó a salir de la jaula y me procuró esa salida específica, esa salida humana. Todos ustedes conocen la locución “tomar las de Villadiego”; eso es lo que hice, quitarme de en medio. No tenía otra posibilidad, siempre partiendo del hecho de que no podía elegir la libertad.
Si contemplo mi evolución y la meta alcanzada hasta el día de hoy, ni me quejo ni estoy satisfecho. Con las manos en los bolsillos, la botella de vino sobre la mesa, estoy medio tumbado, medio sentado en la mecedora y miro por la ventana. Si vienen visitas, las recibo como corresponde. Mi empresario está en la antesala; si toco el timbre, viene y escucha lo que quiero decirle. Por la tarde suele haber función, y tengo éxitos ya casi insuperables. Cuando vuelvo tarde a casa por la noche, de banquetes, de sociedades científicas, de amenas reuniones, me espera una pequeña chimpancé semiamaestrada y me regalo con ella a la manera simiesca. De día no quiero verla, porque tiene en la mirada la demencia del animal perturbado, amaestrado, eso sólo lo veo yo, y no puedo soportarlo.
En conjunto, he conseguido, en cualquier caso, lo que quería conseguir. Que no se diga que no ha valido la pena. Por lo demás, no quiero ser juzgado por ningún ser humano, solamente quiero difundir conocimientos; solamente informo; también a ustedes, excelentísimos señores de la Academia, no he hecho otra cosa que informarles.

 

lunes, 29 de mayo de 2017

Intuición. Germán Hernández.

Y sólo esa vez, porque era asunto de vida o muerte, abandoné mi condición, me fui hasta el último extremo, hasta el vórtice donde todo credo se difumina y extingue inútilmente; lo divisé a lo lejos, le hice señas desesperadas con los brazos y se detuvo, abrí la puerta y entré, y me senté, y le di la dirección, le dije que me urgía, que estaba retrasado y arrancó.
El tacómetro osciló entre las ocho mil revoluciones por minuto y me dijo que por nada me debería preocupar, que mis temores se disiparían, que para eso estaba él, que me hiciera el desentendido, como si fuera mi carro, y él mi chofer, el espacio, el tiempo, todos míos, y así evadió las rotondas congestionadas, pulsó su bocina, burló las calles dañadas, se arrojó sobre los semáforos en rojo con furia y convicción, sin usted me decía, no estaría aquí ganándome el pan, sin usted sería improbable que tenga derecho a otro día, a exigir mi ración de aire y de sol, dribló violentamente, aceleró hacia unos niños que jugaban bola en media calle, palidecí, casi sobre ellos, los vi correr, lanzarse como auténticos guardametas hacia la acera, y bajo el auto, sentimos el golpe de las llantas, el brinco elemental, embistiendo, topando, destripando, aplastando y triturando el balón, hombre le dije, no es para tanto, cierto que tengo prisa, y me respondió, no diga estupideces, ellos son peatones, ellos no son como usted que debe llegar a su destino, (por que lo tiene), sin demora, sin dilación, y yo tengo la misión impostergable de que así sea, y saltando altos, subiendo aceras, tronchando flores, arrancando postes, señales, órdenes, mientras la gente huía para no perecer en el guardabarros, guardavértebras, guardacráneos, agregó, usted existe, porque se mueve, y sabe a dónde va, el punto no es estar, sino ir, y comencé a observar que aquello era cierto, que yo era resumen, globalidad, acelere le dije, y lo hizo, bajé la ventanilla para sentir el viento soplando para mí, y sentí la belleza de saber cada metro de manto asfáltico para mí, predestinadamente, vi las tiendas, los bancos, los parques, las fábricas, las casas, todos a mí alrededor desaparecían en mi transcurso, se quedaban atrás en mi desplazamiento y me sentí capaz de retenerlos si quería, y no quise, acelere, porque era yo el que iba, solo yo; fue cuando la muchacha se quedó plantada en mitad de la calle, asimilando con la mirada lo que sus piernas no podían, acelere, y vi la trompa del carro partiéndola en dos, nos carcajeamos, vio la cara que puso, vio el temblor de los labios, el vértigo, cómo estallaba, sus cabellos revueltos, su cabeza estrellándose cómo un cometa en el parabrisas, sí, pero mire como lo dejó, y me dice, eso no es problema y la bomba de agua se acciona con su agua jabonosa e higiénica, con sus chorritos limpiadores no dejó un cabello, ni un coágulo, usted tiene razón, todo está en función mía, acelere, todos me sirven porque yo pago puntual mis impuestos, el cable, el celular, tengo estudios, porque no era otro objeto que se queda detenido en esta ciudad falsa, de cartón piedra, sostenida por hilos de pescar desde el cielo, San José de Costa Rica era mía porque pagaba, acelere, destruíamos quioscos, aplastábamos frutas, sacábamos la cabeza por la ventana para insultar a los que doblaban la espalda, para los que voceaban eventos ajenos, para los que extendían la mano, hacíamos tiro al blanco con escupitajos a los ancianos y a las mujeres embarazadas, a los que recogían preciadas etiquetas, acelere, veía los zapatos, las horas, todos se quedaban atrás, porque yo era el único que iba, y nada iba a detenerme, tomamos la recta final, y dejamos rezagados autos, sueños y signos, los ejemplos de la más ecuánime mediocridad, el chofer frenó y el carro chilló veinte metros más, saqué complacido mi billetera, le di mil gracias, le pagué, abrí la puerta y cuando puse mi pie en tierra, sentí el hondo vacío de la materia, el desolador y vasto paisaje de las avenidas, me puse a temblar, con horror y alacranes en el estómago sentí que volvía a convertirme en un peatón.

Variaciones para una ficción, Germán Hernández. 2010.
 

domingo, 28 de mayo de 2017

La tacita. José María Merino.

He vertido el café en la tacita, he añadido la sacarina, doy vueltas con la cucharilla y, cuando la saco, observo en la superficie del líquido caliente un pequeño remolino en el que se dispersa en forma elíptica la espuma del edulcorante mientras se disuelve. Me recuerda de tal modo la figura de una galaxia que, en los cuatro o cinco segundos que tarda en desaparecer, imagino que lo ha sido de verdad, con sus estrellas y sus planetas. ¿Quién podría saberlo? Me llevo ahora a los labios la tacita y pienso que me voy a beber un agujero negro. Seguro que la duración de nuestros segundos tiene otra escala, pero acaso nuestro universo esté constituido por diversas gotas de una sustancia en el trance de disolverse en algún fluido antes de que unas gigantescas fauces se lo beban.

sábado, 27 de mayo de 2017

Para mi chica la Marga. Martín Civera López.

Cuando Marga no está, todo es Marga.
Es Marga la pasta de mi tubo de dientes. Marga es mis orejas y las pocas ganas que hoy tengo de levantarme. Y también el vecino que me saluda y parece que diga Marga. Hoy más que nunca Marga es Argentina. Y ensalada con pechuga asada. Hoy Marga no es la siesta, porque pensando, pensando tampoco hoy me dejó dormir. Esta tarde son Marga mis piernas, que me llevan poco a poco como si fueran solas, sin contar con el resto de mi cuerpo, que, dicho sea de paso, también es de Marga. Y el agradable sonido de mis pasos en el suelo. Y mi respiración. Marga es Dostoievski. Y también Mario Benedetti y Miguel Hernández. Y mi Daniel Pennac. Esta tarde es Marga hasta Ana Rosa Quintana. Y café con leche y torta de nueces y pasas. Marga es las nueve y media y las diez menos cuarto y las diez y veinte.
Y es entonces, a eso de las diez y media, cuando Marga está, y todo lo demás no existe. Y sólo existe Marga.



viernes, 26 de mayo de 2017

La huerta de Job. José Jiménez Lozano.

Quien le reclamaba la mitad de la huerta era el Doctor Quijada, Doctor en Leyes como él, e Inquisidor de Valladolid, y entonces su amigo más cercano, el cirujano Contreras le aconsejaba que se plegase y no pensase en pleitear por muy buenas razones que tuviera, porque ¿acaso no le había confesado un día que había recibido en herencia esta huerta de una abuela o tatarabuela suya que ni él recordaba cómo se llamaba, pero sí que el padre de esa abuela o bisabuela se llamaba don Moysén. De manera que, con un abuelo así que no se podía nombrar, ¿cómo iba a andar sacando sus escrituras?
-Entre gentes de sangres limpias, como nosotros –decía el Doctor Quijada- debemos arreglar estas cuestiones lo mejor posible. Y no me quitaría yo en abonar algunos dineros a Vuesa Merced por mitad de esa huerta que siempre se tuvo por nuestra en la familia.
Y él contestó que no se apartaba de discutir lo que hubiera que discutir, pero no comprendía por qué el señor Inquisidor se había encaprichado de la mitad de su huerta y mucho menos comprendía por qué le recitaba siempre un parentesco estrecho en sus familias, y gracias al cual la mitad de la huerta correspondía a cada uno de ellos.
-También podemos discutir sobre nuestras familias. Hasta Job se puso a discutir con Dios y Dios con él –argumentó el Doctor Quijada
-Pero olvida Vuestra Señoría, señor Doctor, que Job se quejaba con amargura de que Dios quiera discutir con él, porque Dios era Dios y él Job, sólo polvo y ceniza.
Y añadió:
-O todavía menos, “hebel” o humo o vapor de agua, como decía el Génesis.
Entonces el Doctor Quijada hizo un gran silencio, y luego, mostrando una gran sonrisa dijo:
-¿Así que sabéis que Job se quejaba de ese modo, y que la Biblia Hebrea llama “hebel” al hombre y al mundo? Es interesante, verdaderamente.
Tornó a callarse un gran tiempo, pero se iba adelgazando tanto el silencio, y tanto estuvieron los ojos del uno buscando y rehuyendo los del otro, que ese silencio se quebró y desde la estancia se oía el gritar de los vencejos al final de una tarde calurosa, y luego también se oyó el ladrido de un perro; y el Doctor Quijada volvió a sonreír, mientras a él le temblaban las piernas. Y entonces, finalmente, en voz muy baja concluyó diciendo que, pensándolo bien le cedía a Su Señoría la huerta entera. Y el Doctor Quijada volvió a sonreír, y luego dijo:
-En realidad no me interesa vuestra huerta ni partida ni entera. Lo que nos interesaba a los señores Inquisidores era saber si erais y sois “de ellos”, pese a vuestro apellido postizo; y ya lo he comprobado. No quiero más de vos. Podéis iros.
Él quedó anonadado y apenas si pudo levantarse del asiento. Tardó mucho en llegar a su casa que era casi paredaña con la del señor Inquisidor, y allí se metió en la cama de la que no volvió a levantarse, y al cabo de unos meses murió. El señor Inquisidor fue a dar el pésame a la mujer y al hijo de su vecino, y al despedirse dijo:
-Si hubiéramos discutido el asunto, como Job y Dios discutieron todo se hubiera arreglado y él no tendría que haber muerto.
Pero ni Doña Sara, la viuda del difunto, ni su hijo Moysén, dijeron nada a esto, sino que ellos también le regalaban la huerta entera al señor Inquisidor, y esa misma noche se fueron de Sefarad con unos arrieros flamencos, aunque no sin haber sembrado secretamente de sal la tierra de la huerta, y haber envenenado el pozo. Y en cinco siglos aquel terreno no puede sembrarse ni aquel agua beberse, ni tampoco puede edificarse sobre él. Sólo hay un peral seco, pero que nadie se ha atrevido a cortar, y aquel pago se llama “la huerta de Job”, que no pertenece a nadie, y figura como un baldío...


jueves, 25 de mayo de 2017

Celoplastia. José Urriola.

Mis amigos, quizá hartos de los lamentos por mi más reciente despecho, me regalan una muñeca inflable. Me la encuentro al regreso del trabajo, desnudísima, acostada sobre mi cama, con una flor plástica en la boca y una nota sobre el pecho: “Me llamo Juliana, de ahora en adelante seré tu nuevo amor”.
Me produce una extraña combinación de risa, ternura y desagrado. Pero la tomo con cariño y la coloco sentadita en una silla del cuarto.
Recibo una llamada telefónica. Mi ex, que me quiere ver, tomar algo, charlar un rato. Me visto y salgo, dejando a Juliana con la puerta cerrada bajo llave.
Regreso tarde en la madrugada a casa. Juliana me espera en la sala fumando un cigarrillo, nostálgica, mirando por la ventana.
¿Estabas con la otra, verdad?—me dice sin dignarse a voltear. Y adivino una lágrima sintética que se le escurre mejilla abajo.
Yo, más que asustado, me quedo francamente preocupado. Porque a esta también, a pesar del plástico, tendré que inventarle excusas verosímiles.

miércoles, 24 de mayo de 2017

La noche de los feos. Mario Benedetti.

1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
“¿Qué está pensando?”, pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”.
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”
“Sí.”
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.”
“¿Algo cómo qué?”
“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.”
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
“Prométame no tomarme como un chiflado.”
“Prometo.”
“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?”
“No.”
“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
“Vamos”, dijo.


2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

lunes, 22 de mayo de 2017

Párpados azules. Lilian Elphick.

Hoy Marta lo mira más despacio, como queriendo averiguar algún sudor retrasado en la comisura de los labios. Al bajar la vista descubre un camino de hormigas cerca de la cabeza y luego vuelve a mirarlo de lleno. Nota cambios en la cara. Se ve más negra, es cierto; ayer los párpados estaban azules, quizás de tanto ver estrellas. Hasta que Marta los cerró con la yema de los dedos, presionándolos un poco para intentar nuevamente revivir esos ojos de felino solitario.
Soy un hombre solo y el desierto me gusta —le dijo un día, antes de que se mudaran a vivir a la mina abandonada.
Y a ella le da miedo tomar la pala y comenzar a hacer el hoyo. No tiene fuerza para hundirla en esa tierra resquebrajada que aún sigue caliente debajo del cuerpo de su hombre. «Tierra muerta —piensa Marta—; siempre lo estuvo, y nosotros aquí naufragando desde el principio. Hundidos, como si el sol nos hubiese cargado con piedras.
Por eso le da miedo cavar, no está segura, quizás él duerma solamente, aunque ponga su oído en el pecho y lo huela intenso a mar o a conchales, y le sienta un reventar de olas cerca del estómago.
Allí estarían lejos del mundo. Nadie los molestaría, y el cuchicheo de las vecinas se tornaría en viento, el viento de la tarde que azota la piel y el alma, le escuchó decir. Ahora ya no habla, pero Marta le adivina el ulular que se desprende de su boca. «Déjame aquí, mujer, no hagas nada, déjame...» Ella no entiende, cómo no hacer nada sino espantar moscas y lagartijas insolentes; habrá que cavar antes de que oscurezca y llegue la noche desfigurándolo más aún, para que duerma tranquilo sin el brillo anémico de la luna arrastrándose por sus venas; habrá que cavar profundo hasta encontrar el agua que lo despierte y le despelleje el mal sueño. «Dios mío, reza Marta, dame fuerzas, que ya llevo dos días tratando de enterrarlo y él no me deja. ¿No oyes lo que me dice?». Sin embargo, Marta sigue de rodillas junto al hombre, inmóvil como una estatua desamparada, sintiendo sus pechos insomnes latir y latir al acordarse de que sólo hace una semana retozaba con él cerca de un cactus ciego.
«¿Ves ese cerro blanco?; ahí mismo está la mina. La veta no se ha agotado como piensan los demás. Aprenderé rápido y tú me ayudarás», le decía entusiasmado. Eso y otras cosas le decía antes de que todo estallara y le dejara ese remedo de hombre, ese cuerpo sangrante que ya no buscaría más vetas que las de su recuerdo.
Ahora el sol se esconde detrás del mismo cerro y Marta tiene frío. Mañana lo hará, hable o no. Casi sin cambiar de posición se acuesta al lado de él, respirando de a poco para no robarle más aire, sin importarle su carne que cambia de color ni los jugos que chorrean sus piernas dinamitadas; sin espantar a la soledad, Marta se duerme con la mano del hombre puesta entre sus pechos.


La última canción de Maggie Alcázar. Lilian Elphick. 1990.

domingo, 21 de mayo de 2017

Es muy mala la tristeza. Eugenio Mandrini.

Malísima, es. Y por eso el recién llegado dijo que la podía curar, que solo él la podía curar. Así fue que lo eligió al Luis, un muchachote de una cara de tristeza sepulcral y de labios del color de las tardes cuando empiezan a envejecer, y lo hizo sonreír. Para ello se valió de un hilo casi invisible de tan fino, con el cual cosió cada comisura de los labios y las unió a cada lóbulo de las orejas. El Luis, su familia y la gran mayoría del pueblo quedaron satisfechos y extasiados con esa sonrisa desmesurada que era como todas las sonrisas a la vez. Solo unos pocos, los escépticos de siempre, persisten en afirmar que, de algún modo, el curador de la tristeza fracasó, porque no supo borrarle de los labios al Luis ese insoportable color de las tardes cuando empiezan a envejecer.

 

jueves, 18 de mayo de 2017

Aviso clasificado. Julio Ricardo Estefan.

La señora Samsa ruega a su hijo Gregor que regrese a casa; le asegura que ya no tendrá que enojarse ni discutir con ella o con su hermana Grete por la higiene de su cuarto; que precisamente ayer mató a ese horrible escarabajo que se ocultaba debajo del sofá.

miércoles, 17 de mayo de 2017

Yo y el diablo. Gonzalo Suárez.

Dios no existe, pero nos sueña. El diablo tampoco existe, pero lo soñamos nosotros. El otro día me lo encontré en el Metro y me lo dijo. Me cayó simpático, se parecía a mí de mayor. Era un pobre diablo.

 

martes, 16 de mayo de 2017

Los dos enamorados. María de Francia.

Antaño tuvo lugar en Normandía una aventura muy famosa de dos jóvenes que se amaban; ambos murieron víctimas de su amor. Sobre esto, los bretones compusieron un lai, que recibió el título de Los dos enamorados.
Es bien sabido que en Nustria, a la que llaman Normandía, hay un monte alto, extremadamente alto. Allá en la cumbre yacen los dos jóvenes. Cerca de este monte, en un lugar apartado, un rey, que era señor de los pistros, hizo construir con mucho empeño y esmero una ciudad a la que dio el nombre de los pistros, y con este nombre, Pitres, es conocida desde su fundación hasta hoy. Aún quedan allí restos de la ciudad y casas; y la comarca, como es sabido, se llama Val de Pitres.
El rey tenía una hija hermosa, doncella muy cortés. No tenía otro hijo ni hija, y la amaba apasionadamente. Fue pretendida por varios nobles que con gusto la habrían tomado por esposa, pero el rey no quería entregársela a nadie, pues no podía vivir sin ella; no tenía otro refugio, y día y noche permanecía a su lado. Muchos lo criticaban por esto e incluso los suyos se lo echaban en cara.
Cuando oyó el comentario que sobre eso hacían, se sintió muy apenado, y empezó a pensar cómo evitar que nadie pidiese a su hija. Mandó anunciar cerca y lejos que quien aspirara a desposarla tuviese por cierto lo siguiente: la suerte y el destino exigían que la llevase en brazos, sin pararse a descansar, hasta la cumbre del monte que había fuera de la ciudad.
Divulgada la noticia por la comarca, muchos lo intentaron pero todos fracasaron en la prueba. Hubo algunos que se esforzaron tanto que consiguieron llevarla hasta la mitad del monte, pero no pudieron continuar y allí abandonaron el intento. Así, sin casar, permaneció mucho tiempo la doncella sin que nadie intentase ya solicitarla.
Había en el país un doncel, hijo de un conde, agraciado y gentil, que se esforzaba más que todos los demás en obrar bien para ganar fama por su valor. Frecuentaba la corte del rey, donde pasaba largas temporadas. Se enamoró de la hija del rey y varias veces la requirió de amores solicitándole su amistad. Como era valiente y cortés y el rey lo tenía en gran estima, ella accedió a sus requerimientos y él le dio humildemente las gracias. Se veían con frecuencia y se amaban con lealtad, dentro de la mayor discreción para no ser descubiertos. Esta situación les hacía sufrir, pero el joven prefería soportar estos inconvenientes a precipitarse y echarlo todo a perder. El amor que sentía por ella lo hacía desgraciado.
Una vez que fue a ver a su amiga, aquel doncel tan discreto, valiente y gentil le expuso sus quejas y le pidió angustiado que se fuese con él, pues no podía soportar más aquel sufrimiento. Si se la pedía a su padre, que tanto la quería, bien sabía que no se la concedería, a menos que lograra llevarla en brazos hasta la cumbre de la montaña.
La doncella le respondió:
-Amigo, bien sé que no conseguirías llevarme, no sois tan fuerte como para eso; pero si yo voy con vos, mi padre sentirá pena y cólera, su vida no será más que un martirio. Siento por él un cariño tan grande que no quisiera enojarlo. Debés tomar otra decisión, pues de ésta no quiero oír hablar más. Tengo una pariente en Salerno, mujer y rica y acaudalada, que lleva viviendo allí más de treinta años y ha practicado tanto el arte de la física que sabe mucho de medicinas y conoce una gran cantidad de hierbas y raíces. Si queréis ir a verla con un mensaje mío y explicarle vuestra aventura, ella se aplicará a buscarle remedio. Os dará electuarios y os preparará brebajes que os den fuerza y vigor. Cuando regreséis a esta tierra le pediréis mi mano a mi padre, que os tomará por un niño y os recordará lo convenido: que no me entregará a ningún hombre, por mucho empeño que ponga, si no es capaz de llevarme en brazos, sin descansar, hasta la cima de la montaña. Aceptad esta condición, pues no puede ser de otra manera.
El doncel escuchó atento el consejo de la doncella. Se muestra muy alegre y agradecido, se despide de su amiga y se vuelve a su tierra. Rápidamente prepara ricas telas, dinero, caballos y bestias de carga, se lleva consigo a sus amigos más cercanos y emprende un viaje a Salerno para encontrarse con la tía de su amiga. De su parte le entrega una carta. Después de leerla de punta a cabo retiene al joven a su lado hasta que conoció con detalle su situación. Luego le hace cobrar fuerzas con unas medicinas y le entrega un brebaje que, por muy cansado, extenuado y agotado que estuviese, le fortalecería todo el cuerpo, incluso las venas y los huesos, y le daría vigor tan pronto lo bebiese. Guardó la bebida en un frasco y se lo llevó a su país.
De regreso, el doncel, feliz y contento, no paró mucho en su tierra; fue a pedir al rey la mano de su hija: la tomaría en brazos y la llevaría hasta la cima del monte. El rey no se la negó, pero lo consideró una gran locura porque el aspirante era todavía muy joven. ¡Tantos caballeros valerosos y prudentes habían intentado probar sin conseguirlo!
Se fija un día. El joven convoca a sus hombres y a sus amigos y a cuantos puede reunir, sin dejar a nadie. De todas partes acuden, por su hija y por el joven que intenta la aventura de llevarla a la cumbre del monte.
La doncella, entretanto, se prepara: ayuna mucho, se priva de comer para adelgazar y así ayudar a su amigo.
El día señalado todo el mundo está allí y el doncel fue el primero en llegar; no se había olvidado su brebaje. El rey acompañó a su hija a una pradera a orillas del Sena donde se había congregado una gran muchedumbre. La doncella no vestía más que una camisa. El joven la tomó en brazos y le entregó el frasco con la poción -confía en que no le fallará-; se la da para que se la lleve en la mano; pero me temo que le sirva de poco, pues él no tenía sentido de la mesura.
Sale a buen paso y sube la mitad de la pendiente de la montaña con su amiga. La alegría de llevarla consigo le hace olvidar la bebida.
-¡Amigo -le dice ella-, bebed! ¡Veo que os cansáis, recuperad fuerzas!
El joven le contesta:
-¡Hermosa, siento mi corazón tan fuerte que por nada del mundo me pararé, ni siquiera para beber, mientras pueda avanzar tres pasos. La multitud nos gritaría y me aturdiría con su estruendo. No quiero pararme aquí.
Cuando ya habían subido los dos tercios, por poco no se caen. La doncella le ruega con insistencia:
-¡Amigo, bebed vuestra medicina!
Pero él no quiere hacerle caso; con gran esfuerzo culminó su ascenso y llegó a la cumbre del monte tan agotado que allí cayó sin poder levantarse. El corazón le reventó en el pecho. La doncella, al ver a su amigo, creyó que se había desmayado, se arrodillo a su lado; quería darle de beber su poción pero él ya no pudo hablarle. Así murió, tal como os lo cuento.
Ella prorrumpió en gran llanto. Después arrojó el frasco que contenía el bebedizo. El líquido se esparce y riega la montaña. Todo el país y comarca se volvieron más fértiles que nunca. Muchas hierbas bienhechoras brotaron allí gracias al brebaje.
Ahora os hablaré de la doncella. La pérdida de su amigo la sumió en el mayor desconsuelo de su vida. Se acostó y tendió junto a él, lo tomó y estrechó entre sus brazos, le cubrió de besos los ojos y la boca. La pena que siente por él le llega al corazón. Y allí murió la doncella tan leal, discreta y hermosa.
El rey y los demás que los esperaban, al ver que no llegaban, fueron en su busca y los encontraron. El rey cayó al suelo desmayado. Cuando pudo hablar, dio rienda suelta a su dolor y lo mismo hicieron los demás. Tres días los tuvieron sin enterrar; mandaron traer un sarcófago de mármol, en el que depositaron a los dos jóvenes. Por consejo de aquella gente, los enterraron en la cima de la montaña y luego se marcharon.
La aventura de los dos jóvenes valió al monte el nombre de Los dos enamorados. Todo ocurrió como os he contado; los bretones hicieron de ello un lai.

 
María de Francia. Los lais. Cuentos medievales. Ed. Acento Editorial. 1999.

lunes, 15 de mayo de 2017

Espacio. Ángel Olgoso.

Escribí un relato de tres líneas y en la vastedad de su espacio vivieron cómodos un elefante de los matorrales, varias pirámides, un grupo de ballenas azules con su océano frecuentado por los albatros y los huracanes, y un agujero negro devorador de galaxias.
Escribí una novela de trescientas páginas y no cabía ni un alfiler, todo se hacinaba en aquella sórdida ratonera, había codazos y campos minados, multitudes errantes que morían y volvían a nacer, cargamentos extraviados, hechos que se enroscaban y desenroscaban como una reina infinita, los temas eran desangrados a conciencia en busca de la última gota, no prosperaba el aire fresco, se sucedían peligrosas estampidas formadas por miles de detalles intrascendentes, el piso de este caos ubicuo y sofocador estaba cubierto con el aserrín de los mismos pensamientos molidos una y otra vez, los árboles eran genealógicos, los lugares, comunes, y las palabras pesados balines de plomo que se amontonaban implacablemente sobre el lector agónico hasta enterrarlo.

 Ángel Olgoso. Astrolabio, 2007.

domingo, 14 de mayo de 2017

La fuerza del destino. Julia Otxoa.

El perro riñe al gato, el gato al ratón, el ratón a la musaraña, la musaraña a la araña, la araña a la mosca, la mosca a la hormiga, la hormiga a la pulga, pero la pulga, como es tan pequeña, no tiene nadie más pequeño a quien reñir, así que, indignada, prepara la revolución para derrocar al perro.

sábado, 13 de mayo de 2017

Entre palada y palada. Gabriel Bevilaqua.

De pronto te hallas en medio de una planicie nevada. Estás confundido y no sabes qué hacer, hasta que descubres, a tu izquierda y a tu derecha, sendos rastros de pisadas. Caminas durante horas siguiendo el de la izquierda, hasta que percibes, reconfortado, a dos hombres en la lejanía. Corres, y al llegar a su lado, les hablas y les gritas y haces grandes ademanes, pero ellos no pueden verte ni oírte. Entonces te callas, y observas cómo cavan un hoyo, y arrojan un cuerpo, del que no te habías percatado antes, en su interior. Acto seguido, uno de los hombres se jacta de lo bien que habían planificado el crimen. El otro asiente con la cabeza y convida a su compañero con un cigarrillo. Te arrimas a la fosa, y descubres en el rostro de aquel desgraciado, tu propio rostro. Al instante, te desvaneces, y al volver en ti, ves que los hombres continúan fumando distraídamente. Tanteas el piso y hallas una piedra. Deprisa sales de la fosa y se la estrellas en la nuca a uno y en la sien al otro. Luego, entre palada y palada, te preguntas adónde te habría llevado el rastro de la derecha.

 Esta noche te cuento. Enero, 2014.

viernes, 12 de mayo de 2017

Retrovisor. Carmela Greciet.

Habíamos salido de vacaciones en dos coches, pues mi trabajo me obligaba a regresar a casa unos días antes. Viajaba primero yo, y unos metros más atrás, con los niños, venía Clara.
A medida que caía la noche, la autopista se había ido quedando en calma.
Escuchaba música en la radio cuando, surgido de la nada, apareció frente a mí el Kamikaze. Los ojos amarillos del Kamikaze.
Logré esquivarlo de un volantazo.
Miré hacia atrás sintiendo que yo era ya mi pasado, que el futuro estaba sucediendo a mis espaldas.

 

martes, 9 de mayo de 2017

In Paradisum. Marco Denevi.

Dios debe disponer que periódicamente los santos y los bienaventurados abandonen por una temporada el Paraíso, pues de lo contrario no saben u olvidan que viven en el Paraíso, empiezan a imaginar otro Paraíso por su cuenta, en comparación el Paraíso les parece muy inferior, una especie de caricatura, eso los pone melancólicos o coléricos y terminan por creerse los condenados del Infierno.

lunes, 8 de mayo de 2017

Los pocillos. Mario Benedetti.

Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. “Negro con rojo queda fenomenal”, había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.
“El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?”, preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: “Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo”. Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego. La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. “¿Qué buscás?” preguntó ella. “El encendedor”. “A tu derecha”. La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué no lo tirás?” dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana”.
Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió treinta y cinco años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. Él le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, amorosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias.
Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?
“Este mes tampoco fuiste al médico”, dijo Alberto.
“No”.
“¿Querés que te sea sincero?”.
“Claro.”
“Me parece una idiotez de tu parte.”
“¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos.”
La época anterior a la ceguera. José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este presentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su “amparo”, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.
“De todos modos deberías ir”, apoyó Mariana. “Acordate de lo que siempre te decía Menéndez”.
“Cómo no que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros.”
“¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano”.
“¿De veras?” Habló por el costado del cigarrillo.
Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero ésa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido –sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo.
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble como hallaba siempre, aun en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.
Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.
“Qué otoño desgraciado”, dijo. “¿Te fijaste?”. La pregunta era para ella.
“No”, respondió José Claudio. “Fíjate vos por mí”.
Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto, se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del veintitrés de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella hablaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. “Gracias”, había dicho entonces. Y todavía ahora, la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a despreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.
A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido la confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.
“Y ayer estuvo Trelles”, estaba diciendo José Claudio; “a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme”.
“También puede ser que te aprecien”, dijo Alberto, “que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte”.
“Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo”. La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.
Cuando Mariana había recurrido a Alberto, en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizá de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.
“Ahora sí podés calentar el café”, dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito de alcohol. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.
Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.
Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor.
Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.
“No lo dejes hervir”, dijo José Claudio.
La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.
Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero, antes de dejarlo en sus manos, se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: “No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo”.

 

domingo, 7 de mayo de 2017

La dueña. Marcelo Adrián Gill Ibarra.

Le dijo que la amaba, que ella era la única dueña de su alma y de su corazón. Su amor fue correspondido. Se casaron y tuvieron una nena.
Pero luego de diez años se separaron por diferencias irreconciliables. Ella se fue de la casa y se llevó a la nena.
A los pocos días volvió, reclamando el alma y el corazón de su ex esposo. Se los tuvo que dar.
La falta de alma casi no se nota en el hombre, excepto quizá por su mirada perdida.
Sin embargo, el lugar donde estuvo el corazón nunca cicatriza del todo, y por más vendas que se ponga, la sangre siempre mancha un poco sus camisas.

Por favor, sea breve 2. Antología de microrrelatos. Ed. Clara Obligado. 2009.

sábado, 6 de mayo de 2017

Escrituras. David Lagmanovich.

La línea levantó la cabeza y me mordió la mano con que la escribía. Comprendí que mi obsesión con el microrrelato era excesiva y me puse a escribir un cuento de extensión convencional. Un párrafo se enroscó y saltó hacia mí, hiriéndome en el calcañar con su cola ponzoñosa. Entonces me instalé en el territorio más conocido de la novela. Algunos capítulos suscitan mi desconfianza. Vivo inquieto, maquinando estrategias para proteger la yugular.

 

viernes, 5 de mayo de 2017

Me abandoné. Raúl Brasca.

Me abandoné a la placidez del sueño y, cuando regresé a la vigilia, me vi empapado y temblando de miedo. Me perdí detrás de una mujer, y cuando me di cuenta, estaba desnudo y sin un centavo. Me dejé flotar en el vaivén de las olas, y cuando volví en mí, me hacían respiración artificial. Definitivamente, no puedo dejarme solo.

 

miércoles, 3 de mayo de 2017

Adicción. Jordi Masó Rahola.

Los síntomas aparecen siempre por la mañana: un cosquilleo en el vientre, acompañado de mareos y de una sensación de vacío. En días así, llego al trabajo retorciéndome de dolor, y es un milagro que pueda atender a alguien sin desfallecer. Pero los años me han enseñado a controlar los temblores y a mantener una apariencia serena: mientras entablo una conversación tranquilizadora con el paciente, busco la vena más adecuada para la punción, la acaricio, la estrujo hasta sentirla latir bajo mis guantes de látex, la recorro con complacencia e imagino la corriente sanguínea fluyendo por aquellos riachuelos escarlatas. La aguja penetra con delicadeza y entonces llega el momento exquisito en que la jeringa, con parsimonia, va succionando el líquido anhelado. A pocos les sorprende que les extraiga un tubo de más (“y este, de propina”, comento, si estoy de buen humor). Sólo cuando se van –oprimiendo un algodoncillo contra el brazo, como si la vida fuera a escapárseles– me tomo la dosis. La calidez me gana el esófago, llenando cada rincón de mi organismo, se detienen los espasmos y revivo, respiro aliviado, y con un pañuelo de papel me limpio los labios manchados de rojo.
Pero hoy he llegado al ambulatorio desencajado. Una abstinencia, forzada por las vacaciones navideñas, me estaba consumiendo: arrastraba días de tormento y noches de insomnio. “¿Se encuentra bien?”, me ha preguntado la mujer rolliza que ya me esperaba con una manga alzada. Tenía uno de esos brazos blandos, embutidos de grasa. Las venas se escondían juguetonas entre los pliegues, y he tenido que pincharla hasta tres veces, sin acierto. “¿Se puede saber qué hace?”, ha protestado cuando me disponía a intentarlo de nuevo. Yo sudaba, angustiado, la ansiedad me atenazaba. Cuando se ha levantado, indignada, le he hundido la jeringa en la papada. Mientras se desplomaba me he acercado al cuello: el chorro de sangre me golpeaba el paladar como un surtidor y he bebido, sediento, largos tragos de vida.
Al acabar, reprimiendo un eructo inoportuno, he presionado el agujerito con el preceptivo algodón. 

 

martes, 2 de mayo de 2017

Expeditivo. Luisa Valenzuela.

Estábamos cenando plácidamente en casa de los López Farnesi, tan agradables ellos, tan buenos anfitriones, cuando el desconocido empezó a contar su historia:
-Era un atardecer ventoso y no había alma alguna por la costa del lago. Yo avanzaba atento al vuelo de los patos y de golpe lo vi, al hombre ahí arriba tan al borde del acantilado. Un lugar peligroso, una pared a pico como de cuarenta metros de alto. Yo lo miraba a él, sorprendido, y él me miraba a mí. Pensé que era un guardia costero o algo parecido. De golpe la fina saliente de roca sobre la cual estaba parado cedió y el hombre se habría precipitado al vacío de no ser por unas ramas salientes a las que logró aferrarse en su caída. Quedó así bamboleándose sobre el vacío sin poder hacer pie en ninguna parte.
-¡Ay, qué espanto! -exclamaron las señoras.
-Entonces yo, ni corto ni perezoso, lo bajé -nos tranquilizó el desconocido.
-Menos mal -suspiramos aliviados-. Usted es un héroe, cuéntenos cómo lo bajó.
-Muy simple. De un balazo.

 

lunes, 1 de mayo de 2017

Yonec. María de Francia.

Ya que he comenzado a escribir lais, no quiero abandonar mi trabajo por mucho que me cueste. Las aventuras que conozco voy a contarlas todas en rima. Me prepongo y deseo ahora seguir hablando de Yonec, de dónde nació y de cómo se conocieron sus padres. El que lo engendró se llamaba Muldumarec.
En otro tiempo vivía en Bretaña un hombre rico, de avanzada edad. Era dueño de Carvent y había sido proclamado señor del país. La ciudad está situada a orillas del Duelas; antaño era paso de barcos. El caballero era de edad avanzada, pero como tenía una gran heredad, tomó esposa para tener hijos a quienes dejar su herencia. La doncella elegida era de linaje noble, discreta, cortés y de gran belleza. Por su hermosura, él la amó apasionadamente. Por su belleza y encanto, puso gran cuidado en vigilarla y la encerró en su torre, en una habitación enlosada.
Él tenía una hermana vieja, viuda y sin señor, y la puso junto a la dama para que la vigilase más de cerca. En otra habitación cercana había, según creo, otras mujeres, pero la dama no podía hablar con ellas sin permiso de la vieja. Así la tuvo más de siete años. No tuvieron hijos. Ella no salió de aquella torre ni siquiera para ver a parientes o amigos. Cuando el señor iba a acostarse no había chambelán ni portero que se atreviese a entrar en la habitación ni a encender una vela delante de él. La dama vivía en una profunda tristeza, entre lágrimas, suspiros y llantos; así se fue marchitando su belleza, de la que ya no se cuidaba. Sólo deseaba que la muerte se la llevase cuanto antes.
Ocurrió a principios de abril, cuando los pájaros dejan oír sus cantos. El señor se levantó temprano, se disponía a ir al bosque. Le hizo levantase a la vieja y le mandó cerrar las puertas tras él; ella cumplió sus órdenes. El señor se fue con su gente y la vieja llevó su salterio para recitar unos salmos. La dama, que se había despertado llorando, vio la claridad del sol y se dio cuenta de que la vieja había salido de la habitación. Entre quejas, suspiros y llantos se lamentaba de su suerte:
-¡Ay de mí -dice-, en qué mala hora he nacido! ¡Qué triste es mi destino! Estoy prisionera en esta torre, de donde no saldré hasta que muera. ¿qué teme ese viejo celoso, que me mantiene encerrada en esta gran cárcel? Es un loco y un estúpido, que siempre desconfía de que lo engañen. Ni siquiera puedo ir a la iglesia a oír los oficios divinos. Si al menos pudiera hablar con la gente y distraerme con ella, le pondría buena cara, aunque no tuviese gana. ¡Malditos sean mis padres y todos los demás que me entregaron a este celoso y me obligaron a casarme con él! ¡Qué cuerda tan fuerte la que me ata! ¡No podría morirse de una vez! ¿Cuando lo bautizaron debieron de sumergirlo en un río del infierno: duros son sus nervios, duras sus venas, rebosantes de sangre vigorosa! Con frecuencia he oído contar que antaño en este país ocurrían aventuras que alegraban a los afligidos. Los caballeros hallaban doncellas de su gusto, amables y bellas, y las damas encontraban galanes apuestos y corteses, esforzados y valientes, sin que fueran criticadas, pues nadie, excepto ellas, lo veían. Si esto es posible, y lo ha sido, si alguna vez le ha ocurrido a alguien, ¡que Dios todopoderoso haga que se cumplan mis deseos!
Cuando hubo terminado su lamento, vio la sombra de un gran pájaro a través de una estrecha ventana; no sabía lo que podía ser aquello. El ave entró volando en la habitación, llevaba tiras de cuero en las patas, parecía un azor, de cinco o seis mudas. Se posó ante la dama y se quedó así un rato. Al cabo de un instante de estar allí contemplado por ella se transformó en un apuesto y gentil caballero. La dama se quedó maravillada, sin sentido, y se echó a temblar; sintió gran miedo y se cubrió la cabeza. El caballero, muy cortés, fue el primero en hablar:
-¡Señora -le dijo-, no temáis! Noble pájaro es el azor. Aunque esto os parezca un misterio, tranquilizaos, consideradme vuestro amigo. Para esto -continuó- he venido aquí. Desde hace mucho tiempo os he amado y deseado en mi corazón; nunca he amado ni amaré a otra mujer más que a vos. Pero no habría podido llegar hasta vos ni salir de mi palacio si no me hubierais requerido. ¡Ahora ya puedo ser vuestro amigo!
La dama se tranquilizó, se descubrió la cabeza y habló respondiendo al caballero que le otorgaría su amistad si creía en Dios; así podrían amarse, pues él era de gran belleza: nunca en su vida había visto ni vería caballero tan apuesto.
-Señora -dijo él-, habláis bien. Por nada en el mundo quisiera ser motivo de acusación, descrédito o sospecha. Creo firmemente en el Creador que nos liberó de la tristeza en que nos había sumido nuestro padre Adán mordiendo la manzana de la amargura. Él ha sido, es y será siempre vida y luz para los pecadores. Si dudáis de mis palabras, llamad a vuestro capellán, decidle que os encontráis mal, que queréis recibir el sacramento instituido por dios en el mundo para salvar a los pecadores. Tomaré vuestra apariencia, recibiré el cuerpo de Dios, confesándoos así toda mi fe; así no tendréis nada que temer.
Ella le responde que ha hablado bien, se acuesta a su lado en la cama, pero él no quiso tocarla, ni abrazarla, ni besarla.
Entretanto vuelve la vieja, encuentra despierta a la dama y le dice que es hora de levantarse, y quiere traerle sus ropas. La señora dice que está enferma: le ordena que llame con urgencia al capellán, pues tiene miedo a morir.
-¡Tened paciencia! -le responde la vieja-. Mi señor ha ido al bosque; nadie entrará aquí más que yo.
La dama se siente muy turbada y simula desmayarse. Al verla así, la vieja se asustó; abrió la puerta de la habitación y fue a buscar al sacerdote, que acudió tan pronto como pudo trayendo el Cuerpo del Señor; el caballero lo recibió y bebió el vino del cáliz. Después el capellán se marchó y la vieja cerró las puertas. La dama se acostó al lado de su amigo. ¡Nunca se vio pareja tan bella!
Después de que se rieron y jugaron mucho y hablaron de sus cosas, el caballero se despidió; quería regresar a su país. Ella le pidió dulcemente que volviese a verla a menudo.
-Señora -le dijo él-, cuando gustéis; no tardaré ni una hora; pero procurad que no nos sorprendan. Esta vieja nos traicionará y nos acechará noche y día, descubrirá nuestro amor y se lo cantará a su amo. Si, como os digo, llega a ocurrir que seamos traicionados, me será imposible escapar y tendré que morir.
Dicho esto, el caballero se marcha, dejando muy alegre a su amiga. Al día siguiente se levantó completamente sana; estuvo muy contenta toda la semana; se preocupaba mucho de su cuerpo y recobró toda su belleza, ahora prefería quedarse en casa a salir en busca de distracciones. Quiere ver con frecuencia a su amigo y gozar de su compañía. ¡Que Dios los deje gozar mucho tiempo!
La gran satisfacción que sentía por las frecuentes visitas de su amigo le cambió completamente el semblante. Su marido, que era muy astuto, se daba cuenta de que algo raro ocurría. Desconfía de su hermana y hablando un día con ella se manifiesta asombrado de que su esposa se arregle tanto, y le pregunta a qué se debía todo aquello. La vieja respondió que no sabía, pues nadie podía hablar con la dama, ni tenía amigo ni amante sino que se quedaba sola más a gusto que de costumbre: esto es lo que había notado.
-A fe mía -dijo él-, de eso estoy seguro. Ahora conviene que hagáis una cosa: por la mañana, cuando yo me haya levantado y vos hayáis cerrado las puertas, fingid que salís afuera y dejadla sola en la cama. Escondeos en un lugar oculto y desde allí mirad y vigilad lo que pasa para ver de dónde procede esa gran alegría que la inunda.
Después de acordar esto, se separaron. ¡Ay, qué desgracia para ellos que los espíen de esta manera para sorprenderlos y hacerlos caer en la trampa!
Dos días después, según oí contar, el marido simuló salir de viaje. Le dijo a su mujer que el rey lo había convocado por carta, pero que volvería pronto. Salió de la habitación y cerró la puerta. Entonces la viaja, que ya estaba levantada, fue a esconderse tras una cortina, desde donde podría oír y ver fácilmente lo que deseaba saber. La dama estaba acostada, pero no dormía, pues suspiraba por su amigo. Éste llegó enseguida, sin sobrepasar plazo ni hora. Ya juntos mostraban gran alegría en sus palabras y en su semblante, hasta que llegó la hora de levantarse, pues él tenía que irse. La vieja vio y observó cómo entraba y cómo salía. Le dio mucho miedo verlo como hombre y luego como azor.
Cuando regresó el señor, que no había ido muy lejos, la vieja le explicó toda la verdad de lo que había visto. Él, sumamente preocupado, se apresura a preparar trampas para matar al caballero. Mandó forjar grandes pinchos de hierro con las puntas bien afiladas. ¡no había en el mundo cuchilla que mejor cortase! Una vez preparados, y dotados de púas dispuestas como las barbas de una espiga, los colocó bien apretados y bien sujetos en la ventana por donde entraba el caballero a visitar a la dama. ¡Ay, qué desgracia no saber de la trampa que le prepara el traidor!
Al día siguiente, el señor se levanta antes del amanecer y dice que quiere ir de caza. La vieja lo acompaña y luego se vuelve a acostar, pues aún no había asomado el día. La dama, despierta, espera al que ama lealmente, pensando que ahora podía venir a estar con ella a gusto. Apenas ella lo deseó, él acudió sin tardar: en un vuelo se presentó en la ventana. Pero los pinchos apuntaban hacia afuera. Uno de ellos le atraviesa el cuerpo, haciendo brotar su sangre roja. Sintiéndose herido de muerte, se libera de la trampa, penetra en la habitación y se tiende sobre la cama ante la dama, ensangrentando las sábanas. Ella, al verle la sangre y la herida, sintió gran temor y angustia, pero él le dice:
-Por el amor que os tengo pierdo la vida. Ya os lo había avisado de que esto ocurriría, que vuestra actitud causaría nuestra muerte:
Al oír estas palabras, ella cayó desmayada, como muerta durante un momento. Él la consuela con palabras de ternura, diciéndole que no hay que lamentarse, pues está encinta de él y tendrá un hijo animoso y valiente, que será su consuelo. Se llamará Yonec, los vengará, a ella y a él, y matará a su enemigo.
No pudo quedarse más tiempo allí, pues su herida seguía sangrando. Se marchó con gran pena. Ella lo siguió dando grandes gritos. ¡Saltó por la ventana; no se mató de milagro, pues el sitio desde donde saltó estaba a veinte pies de altura del suelo! Desnuda, sólo en camisa, se fue siguiendo las huellas de la sangre, que en gruesas gotas caía del cuerpo del caballero a lo largo del camino, sin perderle la pista hasta llegar a un colina. Allí había una entrada toda regada de sangre, más allá de la cual no se podía ver nada. Pensando que su amigo había entrado allí, ella penetra rápidamente y se encuentra en plena oscuridad. Siguió camino adelante hasta que por fin salió de la colina y llegó a un prado muy hermoso. Encontró la hierba mojada de sangre, lo cual la asustó mucho, y siguió su rastro por el prado.
Muy cerca había una ciudad totalmente amurallada: casas, salas, torres, todo parecía hecho de plata; sus construcciones eran de una gran riqueza. Fuera de las murallas estaban las huertas, los bosques y las tierras acotadas. Por el otro lado, hacia la torre del homenaje, corre un río que bordea la propiedad; allí llegaban los barcos, había más de trescientos. La puerta de abajo estaba abierta; la dama entró en la ciudad siguiendo siempre el rastro de sangre fresca, a través del burgo hasta el castillo. Nadie le dirigió la palabra, no encontró un alma. Llega a la gran sala de palacio, cuyo pavimento halla todo ensangrentado. Entra en una hermosa habitación y allí encuentra a un caballero durmiendo; no lo conoce y sigue adelante; en otra habitación, más grande, no encuentra más que una cama en la que dormía un caballero; continuando más allá entra en una tercera habitación donde por fin está la cama de su amigo. Las patas son de oro puro; las sábanas, de un valor incalculable; los candelabros con las velas encendidas día y noche, valen todo el oro de una ciudad. En cuanto lo vio, reconoció al caballero, se precipitó horrorizada y cayó desvanecida encima de él. Él, que la ama por encima de todo, la recibe en sus brazos, lamentando sin cesar su desgracia. Cuando ella vuelve en sí, el caballero la consuela con dulces palabras:
-¡Querida amiga, por amor de Dios, marchaos, escapad de aquí! Voy a morir enseguida, a la mitad del día, y habrá tal duelo, que si os encuentran aquí estaréis en peligro, pues mi gente sabrá que me he perdido por vuestro amor. Estoy triste y preocupado por vos.
La dama le dice.
-¡Amigo, prefiero morir con vos a seguir sufriendo con mi señor: si vuelvo junto a él, me matará!
El caballero la tranquilizó: le hizo entrega de un pequeño anillo, explicándole que, mientras lo llevase, su marido no recordaría nada de lo ocurrido ni la maltrataría. Le entrega su espada, haciéndole jurar que no se la dejará a ningún hombre sino que la guardará para su hijo. Cuando este haya crecido y sea ya un hombre y caballero noble y valiente, ella lo llevará junto con su marido a una fiesta. Entrarán en una abadía y ante una tumba que verán escucharán la historia de su muerte y de la traición de que fue víctima. Entonces ella le entregará la espada a su hijo y le contará la aventura de su nacimiento y quién fue su padre. Bien verá luego lo que hará con ella. Después de todas estas recomendaciones, le da un rico brial, le dice que se lo ponga y que se separe de su lado.
La dama se marchó llevándose consigo el anillo y la espada que la reconfortan. A la salida de la ciudad, no había caminado media legua cuando oyó sonar las campanas y el duelo que hacían en el castillo por la muerte de su señor; ella comprende que su amado ha muerto y siente tan profundo dolor que se desmaya hasta cuatro veces. Al volver en sí se dirige a la colina, penetra en ella, la atraviesa y vuelve a su tierra. Con su señor vivió después mucho tiempo sin recibir de él el menor reproche, la menor acusación ni la menor burla.
Nació su hijo y creció entre los suyos bien cuidado y bien querido. Le pusieron de nombre Yonec. No había en el reino joven tan apuesto, noble y generoso. Cuando le llegó la edad lo armaron caballero. Aquel mismo año ocurrió lo que vais a escuchar:
Fue en la fiesta de san Antón, que se celebraba en Carlión y en otras varias ciudades, a la que el señor había sido invitado con sus amigos, según la costumbre del país; debía llevar a su mujer y a su hijo, todos ellos ricamente engalanados. Así ocurrió; se pusieron en marcha, pero no sabían adónde iban. Con ellos iba un criado que los guió por el buen camino hasta llegar a un castillo. ¡No lo había más hermoso en el mundo! Dentro de sus muros había una abadía con muchos religiosos. El criado que los llevó a la fiesta los albergó allí. En la habitación del abad los atendieron y sirvieron con todos los honores. Al día siguiente van a oír la misa; luego querían marcharse. Pero el abad viene a pedirles con insistencia que se queden: así les enseñaría su dormitorio, la sala capitular, el refectorio y las comodidades de su monasterio. El señor accedió a la invitación. El mismo día, después de la comida, visitaron las dependencias de la abadía, pasaron luego a la sala capitular, donde encontraron una gran tumba con una seda recamada atravesada por una banda de rico orifrés. En la cabecera, al pie y a los lados había veinte cirios encendidos. Los candelabros eran de oro fino y de amatista los incensarios con que incensaban de día la tumba para mejor honrarla.
Preguntaron con insistencia a la gente de allí de quién era la tumba y quién estaba sepultado en ella. Ellos rompieron a llorar y con lágrimas en los ojos le contaron que allí yacía el mejor caballero, el más fuerte y el más valiente, el más apuesto y el más querido de cuantos hubo en el mundo. Había sido rey de aquella tierra; nadie lo superaba en cortesía. Fue sorprendido y muerto en Carvent por el amor de una dama.
-Desde entonces ya no hemos tenido señor, aunque llevamos mucho tiempo esperando a un hijo que tuvo de aquella dama, tal como él nos dijo y ordenó.
Al oír esta noticia, la dama llama en alta voz a su hijo:
-Hijo querido, -le dijo- ¿habéis oído? ¡Es Dios quien nos ha traído hasta aquí! Es vuestro padre quien yace en esta tumba, quien fue asesinado a traición por este viejo. Ahora os entrego y confío su espada, que he guardado durante mucho tiempo.
Delante de todos le revela que él es el hijo de aquel caballero allí sepultado, cómo iba a visitarla y fue asesinado a traición por su marido. Le contó la verdad de todo. Cae desmayada sobre la tumba y muere sin pronunciar otra palabra. Cuando su hijo la ve muerta, le corta la cabeza a su padrastro.
Con la espada que había sido de su padre los vengó a él y a su madre. Cuando las gentes de la ciudad conocieron la noticia, recogieron el cuerpo de la dama y con grandes honores lo depositaron en la tumba junto al de su amigo. ¡Que Dios les perdone! Y antes de marcharse de allí reconocieron como su señor a Yonec.
Los que oyeron contar esta aventura hicieron, tiempo después, un lai por los sufrimientos de estos dos amantes.

Los lais. Cuentos medievales. María de Francia. Ed. Acento Editorial. 1999.