sábado, 30 de septiembre de 2017

Puntualidad. Ángel Olgoso.

Todos los veranos regreso al lugar que un día ocupó mi pueblo, sumergido desde hace treinta años bajo las aguas del pantano. Me siento en la orilla, o en un roquedo, y cada mañana, a las diez en punto, escucho un sonido que sube desde las profundidades, un tintineo sordo, conmovedor, helado como una pena. No, no es el tañido de las campanas de la iglesia, me digo siempre, se parece más al timbre de la bicicleta del cartero.

 

jueves, 28 de septiembre de 2017

Breve historia del fin de los ángeles. Eugenio Mandrini.

Todo empezó con aquel ángel expulsado del paraíso y condenado a malmorir como ermitaño en el viento, por haber nacido con tres alas, deformación horrorosa que, al volar, causaba chirrido en los oídos y desilusión en los ojos.
La segunda expulsión fue la de ese otro ángel nacido con una sola ala, desfiguración no menos detestable que aquélla, dado que al volar dejaba en los ojos la mitad de una totalidad y en los oídos un sonido fracturado por irritantes silencios.
A partir de entonces comenzó una larga y escandalosa sucesión de acechanzas y conjuras, que derivó en la disolución de la especie, debido a la comprobación de que todos ellos, ya desde su origen, eran fatalmente discriminables: unos, por sencillamente feos (los había hasta melancólicos, y algunos de labios torcidos por una sonrisa); otros, por definitivamente idiotas: unos pocos, por intelectuales dedicados clandestinamente al estudio del mundo anterior al mundo; y el resto, los más, por ser monstruosamente humanos.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

Bajo el sauce llorón. Senel Paz.

Me despierto por las madrugadas y me gusta. Oigo las vacas mugiendo en el corral y las voces de abuelo y mis tíos que les gritan. Ninguna es tan desobediente como Caramelo, una colorada que se sabe la más linda del potrero. Al oscurecer, en cuanto me arrimo a la cerca a observarlas, baja despacito la loma que tiene en lo alto los piñones florecidos para que yo la mire, y la miro, y veo como queda dentro del arco que forman sus tarros el primer lucero de la tarde, y conversamos. Abuelo se levanta a las tres de la mañana, cuando suenan los dos despertadores. Llama a mis tíos, que regresan tarde de visitar a sus novias, y salen los tres a buscar las vacas. Esa vez yo no oigo los relojes, ni los oigo la segunda vez, a las cuatro y media. Entonces es abuela quien se levanta, hace café, y se sienta a esperar que abuelo llegue con el primer cubo de leche, lo hierve y manda desayuno al corral. Son sus trajines lo que me despierta a mí, el crujir de la leña en el fogón, el chocar de alguna vasija, el cuchicheo de ellos dos. O tal vez es la luz del quinqué y el fogón que llega al comedor desde la cocina, dobla hacia el cuarto donde duermo y penetra a través de la puerta semiabierta. A esa hora estoy solo en la habitación y me gusta mirar ese pequeño resplandor rojizo y escuchar todo lo que se oye: las vacas, las voces, los ratones, de casualidad un caballo, y sentir el friecito de que mi mamá está lejos, muy lejos de esta casa. Quisiera entonces hablar con las matas o los animales. Me dejo llevar por los pensamientos y monto a caballo tan lindo como tío Armando, soy el novio de Isabel, la novia de tío Alberto, o vengo de Canarias y conozco a abuela luego de haber vendido una vega de tabaco, estrenándome una guayabera de guarandol, y nos casamos. Va y pienso en que encontré mucho dinero y se lo regalo a mamá y le hago una casa y vivimos todos juntos. Porque nosotros somos cuatro: mi otra abuela, mamá, mi hermana Gloria y yo. Aquella abuela trabaja en Gavilanes, recogiendo café. Me gusta que trabaje allá porque siempre trae queso y dulce de guayaba y todos los cuentos son nuevos, pero dice que hay unos peñascos y unas lomas que el que se caiga no aparece más. Y yo quiero que ella aparezca siempre, no sólo por los cartuchitos de caramelos, queques y raspaduras, sino porque cuando me visita se sienta en el comedor frente a esta abuela y se ponen a hablar de tanta gente que conocen. Yo las miro a ver si decido cual de las dos es más linda o a cual quiero más. Si son muchas las raspaduras y queques que me trajo aquella abuela me parece que ganó, pero si con ésta hace poco que fui a buscar nidos de gallinas o me llevó a la charca de las pomarrosas y me bañé, creo que ganó ella. Mamá viene a verme menos que abuela, trabaja en el pueblo y es la que compra la ropa y los zapatos, y mi hermana está en casa de su madrina. A veces soy yo quien está en casa de la madrina y mi hermana aquí, o los dos en casa de Clotilde, una prima de mamá, o en casa de don Gervasio, que no sé qué parentesco tiene con nosotros. A mí también me dejan en lo de Mundito Gutiérrez, compadre de la abuela, pero a mi hermana no porque ya ella está grande y el nieto de Mundito también y puede haber salido fresco como su padre, que en paz descanse. Abuelo dice que Gloria y yo no podemos estar aquí al mismo tiempo, que es donde más nos gusta, porque seguro que le damos mucha guerra a la abuela, nos enfermamos de nada y son dos bocas; pero uno primero y el otro después, sí. Otra cosa que él dice es que mamá puede entrar y salir de esta casa cada vez que quiera, de día o de noche, y cuando llegue se le atiende y se le da de lo mejor que hay aporque mamá no fue la mala, el malo fue mi papá, y mi hermana y yo no tenemos culpa. Mis tres tías solteras son las que no quieren que mamá venga a la casa, y le ponen escobas con sal detrás de la puerta y se esconden en los cuartos con las bembas empinadas hasta que se marcha, y lo que menos les gusta de nosotros es que nos orinamos en la cama de sinvergüenzas, porque mira que ellas nos lo dicen y encargan. Donde único podemos orinarnos sin que peleen es en casa de la prima Clotilde porque allá dormimos con los demás primitos, todos en una cama, y por la mañana no se sabe cuál vejigo fue el que se orinó. Pero resulta que en casa de la prima Clotilde no nos orinamos ni mi hermana ni yo, cabrones que son nuestros primitos. A abuela no sé si le gusta que mamá venga, porque ella la recibe en la sala y le brinda café y le hace cuentos de lo obedientes y tranquilitos que somos nosotros, igualito que si no hubiera muchachos en la casa, y si no fuera por la comida podíamos estar los dos. Con todo, basta con que abuelo diga que podemos estar aquí para que estemos, y que mamá puede visitarnos para que nos visite, porque en contra de abuelo si no hay quien se atreva. Ni la vaca Caramelo.
Pero no es de eso de lo que yo iba a hablar, ni por lo que estoy bajo este sauce llorón desde el amanecer, vestido con el pantalón y la camisa de salir, todavía peinado y sin quitar ni un momento los ojos del camino. Esta madrugada hablaba con abuela en la cocina, esperando que la neblina levantara para llegar al corral y ver ordeñar las últimas vacas, cuando abuelo entró y se dirigió a mí: “¿Usted sabe qué día es hoy?” Yo no sabía y miré a la abuela apara que me ayudara. “Hoy es nochebuena y vamos a asar un puerco” dijo él. “Pero lo importante es que hoy viene su padre a conocerlo. Que lo peinen y lo vistan desde temprano y no se ensucie para que lo encuentre decente”. Se quedó mirándome y yo lo miré y miré a abuela. “Vamos a acostarnos otro ratico”, dijo ella cuando abuelo salió y me llevó cargado para su cama. Pero no dormí. Lo primero que decidí fue no comer ni una mandarina ni una guayaba para tener mucha hambre y comer mucho delante de mi padre cuando sirvan la mesa. Y en cuanto mis tías se enteraron de que hoy viene papá se alegraron mucho y dijeron que iban a sacudir y baldear la casa y fregar los muebles y me peinaron y vistieron. Vine para el patio con mi sombrero a escoger el lugar donde esperar a papá. “¡Eh! ¿A dónde va ese tan emperifollado? ¿Se creerá que es el Mundito Gutiérrez?”, dijeron las gallinas en cuanto me vieron salir. Pero yo no les hice caso y le dije a los claveles de las diez que abrieran a las nueve, y al galán de noche que perfumara de día, y a las mariposas que estuvieran vigilando para volar en cuanto aparezca papá, y a los gatos que cazara cada uno un ratón y lo recibieran con él en la boca para que vea qué buenos cazadores son. Me planté en medio de los rosales, con la idea de quedarme allí y hacerme el que no veía llegar a papá para que él preguntara: “¿Y ese hombre que está cuidando las matas, quién es?” “Ése -responde abuela-, ése es tu hijo”; pero luego había mucho sol y me fui para la sombra de la guásima del patio y cogí un hacha para ponerme a picar leña y que lo que dijera papá fuera: “¿Y ese señor que trabaja tanto, quién es?” “¡Ah -dice abuela-, ése es tu hijo!” Pero me pareció que mejor no, porque el tronco de la guásima tiene en lo alto un comején feísimo y vine para este sauce llorón y aquí estoy esperando,en esta postura que parezco un vaquero. “¿Quién es ese hombre tan serio y de tanto respeto que hay parado ahí?”, preguntará papá. “¡Ese es tu hijo!”, responde abuela. “¡No me digas: qué grande y qué bonito! Corre acá, hijo, que te quiero saludar y dar los regalos. ¿Cómo están tu hermana y tu madre? Les das saludos míos.” Y cuando me acerque dirá: “Es igualito a mí. Ahora lo voy a criar yo, me lo voy a llevar para Camagüey y ponerlo en una escuela”. Papá aparecerá por el camino montado en su caballo blanco y con las alforjas llenas de regalos. Cuando esté cruzando el arroyo, se parará en los estribos y gritará: “¡Que venga a alcanzame mi hijo!”, y yo correré cuanto pueda con el sombrero en la mano, y él me alzará hasta la montura y el caballo blanco resoplará haciendo temblar su piel como hacen lindo los caballos, moviendo la crin y la cola y con los ojos bien abiertos de alegría. Mi padre es mi padre y yo lo quiero conocer. Por eso sigo debajo de este sauce llorón sin cambiar mi postura de vaquero. Él es el hombre que está retratado en la sala, cuando era jovencito. Ha tenido más novias que los tíos Armando y Alberto juntos, dice abuela, y no porque sea su hijo, dice, pero no había hombre más guapo en este barrio, ni que inventara mejor una décima. Mi hermana lo vio una vez y me contó que es más alto que abuelo, más ancho, pero tiene su misma voz, la risa de tío Armando, los ojos de tío Alberto y únicamente la nariz de abuela. Tío Alberto es el que más se le parece, por el caminar, las cejas, y porque también habla así, como echando las palabras por un solo lado de la boca. A los dos les gustan las camisas de cuadros, los pantalones tejanos, los sombreros negros y pararse como vaqueros que son. Yo también me parezco a él, todo el mundo lo dice, me sacan por la pinta, y es que se me ocurren las mismas cosas, tengo el mismo lunar, la misma forma de andar, de dormir, todo esto sin haberlo visto nunca, no más que en el retratico de la sala, y es porque la sangre llama, es la misma. Abuela dice que, cuando niño, él también era chiquito y flaquito que daba lástima, pero no se enfermaba tanto y trabajaba más que yo. En mi casa no lo puedo mentar, y cuando los parientes de mamá dicen que es un sinvergüenza y mi madre muy buena, y que cuando yo crezca tengo que cuidar mucho a mi madre y si él me necesita decirle que no, que se acuerde de que no se ocupó de mí cuando debía, digo que sí, que así mismo haré, pero me da pena con mi padre tan sinvergüenza que todo el mundo habla mal de él. A lo mejor es un brebaje que le echó alguna mujer. A veces me imagino que soy mi padre y estoy retratado en la sala, en ese mismo caballo, y luego voy al pueblo y le traigo a abuela los mandados que le gustan para que los guarde en la alacena vieja. Enseguida me casaba de nuevo con mamá. Otra veces pienso que es con él con quien duermo, no con tío Alberto, y me tapa para que no me piquen los mosquitos, y mejor aún cuando no es tío Armando quien me lleva a dar vueltecitas en la yegua vieja, sino él, y hablamos, me pregunta por mi hermana, y yo lo invito a que nos haga una visita.
Pero no acababa de venir, y ya tuve que ir a comerme una mandarina, y me como otra, sin darme cuenta, y luego una guayaba, sin darme cuenta. Me perdí la puñalada del puerco, no vi cómo lo metieron en esa puya ni cómo es por dentro un puerco muerto. Las tías acabaron de arreglar la casa y está la última en el baño. Abuela me dijo que sí, que mi papá viene, está al llegar, y fui hasta el palmar y se lo dije a las palmas, que son amigas mías, y ahora ellas no más están esperando que aparezca para salir también a recibirlo. Las tías cortaron flores nuevas para todos los búcaros y abuela tiene sobre un taburete su delantal blanco y bordado para ponérselo en cuanto él esté cerca. A cada rato se asoma al camino y me pregunta a mí si todavía nada. “Ése llegará para las doce”, dijo. Pero pasaron las doce y tuve que decirle a los claveles de las diez que tampoco cerraran a la una y al galán de noche que siguiera echando perfume, por favor. Menos mal que unos pájaros dan una fiesta en la guásima. Y yo me estoy derritiendo porque es poco el sol que tapa este sauce llorón. Si se me ensucia la camisa no tengo más. Seguro que mamá me pregunta: “¿Qué te dijo tu padre, te encontró grande, gordo, bonito, te preguntó por nosotros, por tu hermana, te dio algún dinero?”. Yo lo que quiero es que acabe de llegar.
-¡Ahí viene Joaquín! -oigo que dice de pronto mi tía Rosa desde una esquina del portal, y suelta la escoba y corre para adentro arreglándose el vestido.
-¡Ahí viene Joaquín! -repiten desde la cocina todas las tías y abuela, y los tíos abandonan corriendo el puerco que asan bajo el caimito. Únicamente el abuelo permanece allí, se acomoda el cinto y el sombrero. Los gatos buscan sus ratones, Caramelo viene hasta la cerca, el techo de la casa brilla, se alborotan las mariposas, cantan los pájaros en las matas, y todas las gallinas vienen hacia el frente de la casa como si acá estuvieran repartiendo maíz.
Joaquín es mi padre, y lo descubro sobre su caballo blanco, apareciendo y desapareciendo por entre los troncos de las palmas, pero allá en el camino. Llegará a la puerta y tomará el trillo. En ese momento aún no tenemos que salir a alcanzarlo, sino después de cruzar el arroyo, cuando el caballo comience a subir la cuesta y venga despacito bajo la sombra de los bienvestidos. Ya entonces le veré la cara. Abuela ha salido de la cocina con el delantal blanco y bordado, limpiándose los tiznes y grasas del fogón. Vienen después las tías, con flores en el pelo, todo el mundo sonriente, y luego los tíos. Yo me quedo donde estoy, bajo el sauce llorón, con un pie sobre una piedra y una mano en la cintura como si fuera mi tío Alberto conversando, y ya todo el mundo viene por el jardín. Los claveles de las diez, el galán de noche, los jazmines y las rosas echan sus olores. Ya mi padre atraviesa el palmar, es casi tan alto como las palmas, que han corrido hasta el borde del trillito y lo aplauden. Las biajacas en el arroyo saltan. El caballo blanco es enorme y ya se ve que viene sonriendo y a mí se me salta el primer botón de la camisa de tanto que me crece el pecho. Abuela no resiste la tentación y corre. Alcanza a papá en medio del potrero, escucho sus risas, y él le tiende los brazos, la sube al caballo. Abuela se ríe y lo besa y le quita el sombrero. Mejor me voy a picar leña bajo la guásima, pero ya no da tiempo. Las tías esperan en la puerta del batey y el perro de mi padre anda por los patios. Papá deposita a abuela en el suelo, da un salto, cae él y abraza y besa a su primera hermana, a la segunda sin que lo suelte la primera, a la tercera sin que lo suelten la primera, la segunda y la abuela, y le toca el turno a los tíos, unos abrazos fuertes cuyas palmadas oigo desde aquí, y vienen todos abrazados y riendo. ¿Le gustará a papá el dulce de toronja como a mí? Se lo preguntaré a la abuela, y si a él no le gusta a mí tampoco me va a gustar. Se acercan al sauce llorón. Ya se me saltó el segundo botón de la camisa y los pajaritos de todas las matas pían porque también quieren ver a mi padre y su caballo que sigue la comitiva, muy orgulloso de ser tan blanco y lindo. Ya llegan. Por fin lo veo. Veo a mi padre que no me ha visto. Lo veo completamente. De aquí en adelante lo recordaré así, con esa sonrisa, los dientes tan blancos y como si estuviera acabado de bañar, parado yo bajo el sauce llorón y él contra el sol. Siento que no podré decir: “La bendición, papá, ¿cómo está usted?, ¿y su mujer?”, ni podré contestar ahora cuando me pregunte por mi hermana y mi familia porque… qué grande es, qué bigotes tiene, cómo se ríe de bonito, cómo se ríen todos de sabroso y yo siento vergüenza porque no me estoy riendo y ellos vienen. Va a pasar por mi lado sin verme. Mejor cambio de postura, sin dejar de parecer un vaquero como él. O ya sé: toseré, diré algo, “Tía Rosa, ¿tú has visto mi cabullita de jugar?” Abuela me mira. Tenía que ser ella con tantas flores bordadas en su delantal blanco quien me viera. Ahora lo sé bien, la quiero más que a la otra abuela. Aparta con su brazo el tumulto de familia, abre un sendero que va de mí a padre, señalándome con la mano, dice: “Mira, Joaquín, este es tu hijo” ¿Cómo no tengo ahora en la mano el caracolito que me da suerte? Ya voy a echar a correr hacia él pero su mirada me detiene, y espero las palabras que va a decir: “Con los ojos saltones, como la familia de la madre”, dice, y cierra el círculo de su familia, y siguen todos hacia la casa, de donde sale abuelo con los brazos abiertos. “Ya creía que usted no llegaba, don”, le dice. Se están abrazando. Seguro que van a ver el puerco asado.
Yo voy a ir a comerme una guayaba y a seguir por ahí, buscando nidos de gallina.

La isla contada. El cuento contemporáneo en Cuba. Francisco López Sacha (compilador). 1996.

sábado, 23 de septiembre de 2017

La mujer ideal no existe. Marco Denevi.

Sancho Panza repitió, palabra por palabra, la descripción que el difunto don Quijote le había hecho de Dulcinea.
Verde de envidia, Dulcinea masculló:
-Conozco a todas las mujeres del Toboso. Y le puedo asegurar que no hay ninguna que se parezca ni remotamente a esa que usted dice.

 

jueves, 21 de septiembre de 2017

La amiga de Lilus. Elena Poniatowska.

Lilus tenía una amiga: Chiruelita. Consentida y chiqueada. Chiruelita hablaba a los once años como en su más tierna infancia. Cuando Lilus volvía de Acapulco, su amiga la saludaba: ¿Qué tal te jué? ¿No te comielon los tibulonchitos, esos felochíchimos hololes?
Semejante pregunta era una sorpresa para Lilus, que casi se había olvidado del modo de hablar de su amiga, pero pronto se volvía a acostumbrar. Todos sus instintos maternales se vertían en Chiruela, con máxima adoración. Además, Lilus oyó decir por allí que las tontas son las mujeres más encantadoras del mundo. Sí, las que no saben nada, las que son infantiles y ausentes... Ondina, Melisenda...
Claro que Chiruelita se pasaba un poco de la raya, pero Lilus sabía siempre disculparla, y no le faltaban razones y ejemplos. Goethe, tan inteligente, tuvo como esposa a una niña fresca e ingenua, que nada sabía pero que siempre estaba contenta.
Nadie ha dicho jamás que la Santísima Virgen supiera algo de griego o latín. La Virgen extiende los brazos, los abre como un niño chiquito y se da completamente.
Lilus sabe cuántos peligros aguardan a quien trata de hablar bien, y prefiere callarse. Es mejor sentir que saber. Que lo bello y lo grande vengan a nosotros de incógnito, sin las credenciales que sabemos de memoria...
Las mujeres que escuchan y reciben son como los arroyos crecidos, como el agua de las lluvias, que se entregan en una gran corriente de felicidad. Esto puede parecer una apología de las burras. Pero ahora que hay tantas mujeres intelectuales, que enseñan, dirigen y gobiernan, es de lo más sano y refrescante encontrarse de pronto con una Chiruelita que habla de flores, de sustos, de perfumes y de tartaletitas de fresa.
Chiruelita se casó a los diecisiete años con un artista lánguido y maniático. Era pintor, y en los primeros años se sintió feliz con todas las inconsecuencias y todos los inconvenientes de una mujer sencilla y sonriente que le servía té salado y le contaba todos los días el cuento del marido chiquito que se perdió en la cama, cuento que siempre acababa en un llanto cada vez más difícil de consolar.
Pero un día que Chiruelita se acercó a su marido con una corona de flores en la cabeza, con prendedores de mariposas y de cerezas en las orejas, para decirle con su voz melodiosa: "Mi chivito, yo soy la Plimavela de Boticheli. ¡Hoy no hice comilita pala ti!", con gesto lánguido el artista de las manías le retorció el pescuezo.

Lilus Kikus. Elena Poniatowska. 1985.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

El arte de Croconas. José de la Colina.

En el siglo II un tal Alejandro nacido en Paflagonia, queriendo ganarse la vida y la fama a costa de la credulidad popular, se asoció a un funámbulo y prestidigitador de Bizancio llamado Croconas que además de aprender trucos y pases de ilusionismo había estudiado los métodos empleados por los macedonios para domar a las serpientes y hacerlas bailar, saltar al aro, reptar sobre brasas o bien, retorciendo el cuerpo, formar letras con las que a su vez formaban mensajes.
Croconas adiestró a Alejandro y los dos, tras recorrer las provincias del Asia Menor dando espectáculos de prestidigitación, malabarismo, ilusionismo, ventriloquía, bailes de serpientes y juegos de espejos, decidieron usar en empresas más ambiciosas esos artificios a los que Croconas daba un nombre: el Arte.
Conocedor de la leyenda propalada por los poetas de que Esculapio se mostraba bajo el aspecto de una serpiente, Croconas planeó una audaz impostura.
En un viejo templo de Caldedonia dedicado a Apolo y destinado a la demolición los dos socios depositaron una placa de cobre con un aviso grabado, según el cual Esculapio había resuelto domiciliarse en la villa paflagona de Abonus. Luego, se las arreglaron para que incautos pastores de cabras la descubrieran. Cuando toda la comarca hablaba ya de la placa y su aviso, Alejandro, vestido como sacerdote de la diosa Cibeles, se presentó en la plaza, y afirmando haber oído un oráculo e la Sibila, vaticinó el advenimiento de un hombre hacedor de prodigios que liberaría a Ausonia y traería la paz a los paflagones. Hizo esta promesa con un habla mística y a medias inteligible, hecha de latín, hebreo, griego y jitanjáforas, y proferida con brío, con sacudidas y contorsiones y arrojando por la boca chorros de espuma provocados por una raíz excitante. Al final del impresionante número, y una vez traducido y dicho en verso por Croconas el oscuro vaticinio, los presentes quedaron convencidos de hallarse ante un vate poseído de la verdad divina, lo aclamaron, le ciñeron coronas de laurel, le ofrendaron dinero y en andas lo pasearon triunfalmente por la población. Esto se repitió en otros lugares. Un rico aldeano calcedonio propuso que en lo alto de un monte se levantara un templo a Esculapio.
Mientras se echaban los fundamentos del templo. Croconas había ocultado allí durante la noche, en la fontana sagrada, un falso huevo en el que había metido una serpiente recién nacida. A la mañana siguiente Alejandro, ceñido de una faja dorada, con pasos vacilantes, espumosos los labios, despeinado a la manera de los sacerdotes de Cibeles, los ojos en blanco como poseído del éxtasis, y seguido de una muchedumbre fascinada, se encaminó al templo, donde, tras hablar de la prosperidad que gozaría el pueblo, entonó un inédito himno a Esculapio (primorosamente compuesto por Croconas), y, habiendo invitado al dios a hacerse visible, hundió un vaso en el agua de la fontana, gritó: “¡Pueblo de Paflagonia, he aquí tu Dios!”, sacó el huevo, lo quebró y dejó salir a la pequeña serpiente. Todos se maravillaron. Unos pidieron salud, otros honores y riquezas, otros buena fortuna en el amor, o todas esas cosas juntas, y se abrazaban y se besaban y se prosternaban y alzaban los brazos y cantaban a Esculapio.
Al día siguiente Alejandro hizo anunciar que el dios que se había manifestado tan diminuto y tan reptil había decidido tomar el tamaño y el aspecto humanos. Los paflagones corrieron a admirar el prodigio y hallaron al impostor acostado en un lecho, vistiendo la túnica que lo identificaba como profeta y en compañía de una gran serpiente que parecía fluir rodeando su cuello y cuya cabeza había sido sustituida por una de dragón, artísticamente fabricada, que mediante un dispositivo ingeniado por Croconas abría y cerraba las mandíbulas disparando hacia la cabeza del paflagón una bifurcada lengua de aparente fuego.
Este prodigio fue divulgado por toda la comarca y atrajo a la casa de Alejandro cientos de paflagones y mucha gente de las provincias vecinas y lejanas, y hasta de otros países, que aportaban ofrendas y regalos.
Alejandro y Croconas pasaron incontables años gozando de fama, riqueza y honores, gracias sobre todo a que el bizantino periódicamente inventaba nuevos trucos para mantener la admiración y la devoción de un público cada vez mayor.
Extendido el renombre de Alejandro hasta Roma, fue llamado en
el año 174 por Marco Aurelio. Las extraordinarias pompa y circunstancia con las que el emperador filósofo recibió al ahora llamado Divino Paflagón y su ayudante, unidas a los vaticinios finamente escenificados con trucos cada vez más complicados y sutiles, exacerbaron la admiración de los romanos.
Pero la egolatría de Alejandro, el fanatismo de Croconas por el Arte y un inesperado prodigio vinieron a truncar la carrera de triunfos. Una noche en que los dos socios, ante el emperador, la corte y la plebe en estado de idolatría, habían empezado a producir uno de sus habituales espectáculos con espejos, luces, aparatos giratorios, trueques de tramoya, convulsiones e incoherentes declamaciones, ocurrió algo tan inesperado por el público como por los dos artistas de la impostura. Y fue que repentinamente las nubes que flotaban en el cielo sobre Roma descendieron como graciosos espíritus, tomaron en su seno a Alejandro, volvieron con él a las alturas, lo pasearon allí largo rato y luego volvieron a descender y lo depositaron en el marmóreo piso.
Pasado el pasmo del público, llovieron sobre Alejandro las flores, los anillos de oro, las coronas de laurel, los hurras, los besos, los cánticos, y el emperador lo nombró el Mayor Vaticinador de Todos los Siglos. Pero nadie notó que en esta ocasión Croconas no emitió un solo verso en alabanza de su compañero.
Esa noche discutieron el bizantino y el paflagón. Croconas, iracundo, reprochó a Alejandro su poca probidad profesional, la traición al Arte que había cometido permitiendo y aprovechando que en el espectáculo interviniera un prodigio verdadero. Alejandro alegó en su defensa que lo ocurrido sólo había sido una muestra de que los dioses lo reconocían como un gran artista. El artista soy yo, dijo Croconas; el que te ha creado desde la sombra y el anonimato, con los estudios, los trabajos, la constante invención y la astucia, soy yo; y, aunque eres un pésimo actor, yo te he puesto magníficamente en escena con los trucos, los efectos especiales, las tramoyas, en fin, con las mejores técnicas y estilos de impostura, que es un arte, o, mejor dicho, es el Arte; pero no soy yo lo que importa, sino el Arte, y mira lo que has hecho; has hecho trampa apartándote del trabajo, la industria, el ingenio, el método, y en cambio te has abandonado a lo graciosamente dado: la intrusión de lo divino; y si traicionas al Arte, me traicionas a mí, no mereces mi amistad ni mis desvelos; eres un payaso indigno, un mal amigo y un bribón.
Cuando otros prodigios semejantes y aun superiores al del paseo por el cielo se repitieron, las discusiones se encresparon más y los dos amigos comenzaron a verse con odio. Un día se golpearon y Croconas se lanzó contra Alejandro con una daga, le dio muerte y huyó.
El fallecido vaticinador recibió multitudinarias y fastuosas ceremonias fúnebres con la presencia del emperador; hubo una suscripción popular para erigirle una estatua; los poetas oficiales le dedicaron elegías, los historiadores anotaron sus hazañas para la posteridad y se propuso una suscripción pública destinada a levantarle un templo en una de las colinas de Roma.
Durante años Croconas, con otro nombre y otra apariencia, devuelto a la pobreza, a la errancia y al oficio de funámbulo y prestidigitador, hizo sus números en las plazuelas de pueblos a los que apenas llegaba el latido del imperio. Una noche de insomnio, hallándose acostado bajo una enramada a la vera del camino, se le apareció un fantasma.
-¿Qué me quieres? -le preguntó, pasada la sorpresa.
-Sólo quería ver a un verdadero amigo -respondió aquello que débilmente evocaba a Alejandro-, y pedirle que no se atormente por lo que me hizo; en realidad ser un fantasma no es mala cosa, es el estado filosófico perfecto: está uno liberado del peso de la carne, de necesidades y pasiones, y convertido en puro pensamiento.
Hablaron toda la noche. Recordaron los malos y los buenos tiempos, los triunfos y fracasos compartidos, y cuando llegó el alba en que los fantasmas acostumbran disolverse, callaron y se miraron a los ojos y sintieron que debían despedirse. Y Croconas, suspirando, dijo:
-Quiero que sepas que no te maté por celos de tu gloria, no fue por envidia ni por ninguna mala pasión sino porque adulterabas el Arte.
-Eso hace mucho que lo sé -dijo el otro-, y te pido que me perdones… Ahora, adiós. Sigue cultivando y sirviendo al Arte, y que tengas fortuna y gloria.
No hubo fortuna ni gloria para Croconas, que continuó presentando sus espectáculos ante públicos tan escasos en número como en dineros y en sentido estético. Un día, cuando desplegaba sus mejores trucos ante los ignaros aldeanos de ***, una enorme rosa surgió a su lado y se levantó por encima de su cabeza y creció más allá de las copas de los árboles. Insobornable, Croconas la miró sin un parpadeo y dijo:
-No hagan caso, es un truco de algún dios -y siguió con la función.
Llevó consigo el Arte a través de los villorrios, la pobreza y la vejez, hasta que una de sus serpientes, ¿tal vez con su consentimiento?, lo mordió y le procuró la serena muerte.

martes, 19 de septiembre de 2017

Motivo de la verdad. Javier Sáez de Ibarra.

Mirándose a los ojos en un espejo
sin desviarlos
durante ocho o diez minutos
-según los casos-
antes de que resulte aburrido, tonto o fastidioso
hay un instante
en que uno puede descubrir si es feliz.
Ese es el momento del cataclismo.
Luego
años más tarde
o un solo segundo después
podemos:
sostener la mirada
o
caer en el olvido.

 

domingo, 17 de septiembre de 2017

La carta. José Luis González.

San Juan, Puerto Rico
8 de marzo de 1947
Querida bieja:
Como yo lo desia antes de venirme, aquí las cosas me van vién. Desde que llegé enseguida incontré trabajo. Me pagan 8 pesos la semana y co eso vivo como don Pepe el alministradol de la central de allá.
La ropa aqella que quedé de mandale, no la he podido compral pues quiero buscarla en una de las tiendas mejores. Digale a Petra que cuando valla por casa le boy a llevar n regalito al nene de ella.
Boy a ver si me saco un retrato un día de estos para mandalselo a uste.
El otro día vi a Ffelo el hijo de la comai María. El tambien esta trabajando pero gana menos que yo.
Bueno recueldese de escrivirme y contarme todo lo que pasa por allá.
Su ijo que la quiere y le pide la bendisión.
Juan.


Después de firmar, dobló cuidadosamente el papel ajado y lleno de borrones y se lo guardó en el bolsillo posterior del pantalón. Caminó hasta la estación de correos más próxima, y al llegar se echó la gorra raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las puertas. Dobló la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha abierta. Cuando reunió los cuatro centavos necesarios, compró el sobre y el sello y despachó la carta.

El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
 

sábado, 16 de septiembre de 2017

Cruel. Jesús Zomeño.

Las tropas se han acantonado en el pueblo. Los batallones siguen un turno rotatorio. Descansan unas semanas y vuelven a las trincheras. Vivir aquí es una gracia transitoria.
Al atardecer inicia la marcha el relevo. Cuando los soldados reciben la orden, se les encoge el corazón y comprimen el cuerpo para meterse dentro de sus mochilas. El petate les protege, delimita lo que es suyo de lo que no les pertenece. Afuera, el mundo es inmenso y está lleno de peligros; en cambio, lo de dentro es escaso, concreto y fiable. En el interior de sus mochilas todo tiene una finalidad y nada provoca duda alguna. No hay espacio para lo abstracto ni para divagaciones. Solo cabe lo que es imprescindible, y son tan pocas cosas que al verlas comprendes el escaso valor de la vida. Si tuviéramos que juzgar, no podríamos dar mucho valor ni trascendencia a un hombre que al morir se presenta únicamente con un abrelatas, un cuchillo, una cuchara-tenedor, un cabo de vela, un peine, un espejo chico, medio frasco pequeño de colonia, un lapicero, una caja de cerillas mojadas en la que solo queden dos, un ovillo de hilo gris con una aguja, tres palmos de cuerda, un trozo de hule para la lluvia y un reloj. Nadie sabe si el reloj funciona, porque el soldado tiene miedo de darle cuerda.
Los del relevo marchan al atardecer. Con suerte, si no llueve ni se pierden, llegarán pasada la medianoche a las trincheras de primera línea. Las bombas les harán un tanteo en el camino. Les esperan los supervivientes de las compañías a las que sustituyen y que ahora van a regresar. En el petate de los que vuelven sobra espacio, porque ellos tienen ambiciones y esperanza y no precisan nada de lo que traen.
Cuando pasan camino del frente por la puerta de mi casa, los soldados se asoman a la ventana y sonríen. No es alegría, sino nostalgia. La paz se refleja en su cara, una paz que no tienen pero anhelan. Yo entonces levanto del plato la cuchara de madera y dejo que las gachas se enfríen sin prisa, no les soplo por no diluir la satisfacción del momento. La cuchara oculta mi sonrisa.
Ellos regresan al frente y yo me mantengo a salvo.
Enciendo el fuego y dejo abierto el portón de la ventana para que me vean cuando pasan camino de las trincheras. Tengo un poder sobre ellos, porque saben que yo sobreviviré a pesar de los próximos ataques. Yo quisiera que no acabase nunca esta guerra: no quiero volver a ser un pobre tullido sin piernas que provoque lástima. Ahora me envidian.
Los soldados pasan por delante y arrastran los pies como si lamentasen tenerlos cuando vuelven a las trincheras. A mí también me aprietan los zapatos que guardo debajo de la cama. El del pie izquierdo tiene rota la suela y abre paso al polvo y a las piedras del camino, además me entra agua cuando llueve. Son de piel rígida, me están pequeños. Odio esos zapatos negros, soy afortunado de que me hayan amputado las piernas.
Un hombre cruel, soy un hombre cruel. Afilo cuchillos, tijeras y guadañas de los campesinos. Me gusta mi trabajo. Cuido sobre todo del filo en la punta, me recreo en sus posibilidades. Cualquier cosa que corten después se igualará a los muñones de mis piernas y hará del mundo un lugar un poco más equilibrado y justo.
Mi mujer escupe dentro de mi plato de sopa y yo le digo que la quiero, porque es su obligación cuidarme hasta que yo deje de decirle que la quiero. Los hijos que no tenemos reposan en el fondo de la ciénaga, entre los sapos y los otros cadáveres junto a los que volaron mis testículos.
Mi mujer es feliz porque sabe que no le queda otro remedio. Se agacha para fregar el suelo de pizarra, a salvo de la patada que le daría si tuviese piernas. Mi esposa es gorda como una vaca y sus pechos enormes y blancos, como de interior desbordado. La textura de esas tetas es blanda y derretida, apretarlos no proporciona más satisfacción que la de sostener en la mano el contenido de un vaso de leche que se derrama entre tus dedos y mancha el suelo. Piel macilenta, de engrudo mal diluido. Ella tiene además un culo espantoso: aplastado y estrecho, claramente desproporcionado con la anchura de los hombros y el grosor de los muslos. Ella presume de sus pezones, porque piensa que a los hombres nos gusta masticarlos, y es que los soldados que conoce se los muerden con tanta fuerza que cualquiera diría que les repugna tener que amarla.
Lamería la boca sin dientes de los borrachos si trabajase en un burdel de París, pero aquí puede fingir castidad, sorpresa, indignación.., antes de ceder. Se permite incluso una clara preferencia por los oficiales. Sobran palabras, pobre mujer: gorda, perversa y deformada ante tantos hombres desesperados. Es feliz en esta guerra y prefiere este a cualquier otro lugar del mundo. En ninguna parte sería tan hermosa ni tan deseada.
Ella me quiere porque mi mutilación justifica su incontinencia. Miente si dice que hace el amor conmigo por la noche, porque yo duermo dentro de una caja de galletas y ella cierra la tapa antes de irse a la cama con otro.
Pasan los soldados con los petates a la espalda, siguiendo el turno rotatorio con el que les convoca la muerte en las trincheras. Mi esposa finge no verlos cuando se asoman, acaso porque tema haber olvidado a más de uno. Yo, en cambio, pido que enciendan en casa otra lámpara, y no por alumbrarles el camino, sino para que la penumbra no impida que les duelan los detalles. Muestro orgulloso los muñones de mis piernas, para que les quede claro que yo, a diferencia de ellos, nunca volveré a las trincheras.
Hay quienes hacen negocio con las tropas. Mis vecinos les venden vino y comida, les alquilan mesas, sillas, la bañera o incluso una cama. Es porque con esa riqueza se previenen para cuando acabe la guerra. En cambio, nosotros no tenemos futuro. Vendrá el circo a llevarnos cuando acabe esta guerra y seremos exhibidos a la compasión del público, pero hasta que eso ocurra nosotros seremos los afortunados.
¡Ojalá nunca termine la guerra!

Piedras negras. Jesús Zomeño, 2013.
 

viernes, 15 de septiembre de 2017

Alarma aérea. Ernesto Santana.

Amaneció hace una hora y aún no he podido dormir porque la sirena, que empezó a sonar desde ayer por la tarde, no se ha callado ni un momento.
¿De qué sirena hablas? —me preguntas mirándome con tu aburrida suspicacia— Llovió un poco, eso sí.
¡Claro que llovió! —exclamo yo soltando el aire igual que un buzo al regresar a la superficie, y añado, aunque sé que no servirá de mucho—: Y ahora sigue lloviznando. Pero yo te hablo de esa sirena que no ha parado en toda la noche.
Habrá sido una pesadilla —y pones esa mezquina sonrisa a medias que los que se consideran cuerdos usan con los locos familiares—. O quién sabe si todavía no te has despertado.
Cállate un momento, por favor. Escucha bien. ¿No la oyes?
Claro que la oigo —te encoges de hombros y extiendes tu mano como si fueras a ponerla sobre mi cabeza—. ¡Si ahora mismo ha empezado a sonar!
Aunque ya no te digo nada más, de todas maneras busco en tus ojos una chispa de esa demencia que te hace comenzar a oír la tortura de la maldita sirena justamente cuando se ha callado.

 

jueves, 14 de septiembre de 2017

La balada de Duir y su amor galante. Daniel Frini.

Mi amado me habla siempre con palabras suaves. Acostumbra describirme, dulcemente, alabando mi tersura al contacto de sus manos, mi perfil marcado, mi aroma “a majestuosidad de la madera del roble” como suele decir, y razón por la cual me llama Duir; que es la palabra con que los viejos druidas nombraban al Árbol. El dice que tengo su energía, su nobleza y su fuerza, y también dice que soy resistente, flexible y ágil como el acero de Mondragón, el mismo con el que hacen las espadas toledanas los tenaceros de las ferrerías de Soraluze y Tolosa.
......
Con voz cansina, me cuenta de su pasado en las filas del ejército del Rey Carlos, cuando participó en el incendio a Medina del Campo, bajo las órdenes de Adriano de Utrecht; y las victorias sobre los comuneros en Tordesillas y Villalar; y de su intervención en las ejecuciones de Padilla, Maldonado y Bravo; de sus cabezas expuestas durante nueve días en el garavato de la Plaza Mayor; y cómo después el mismísimo Rey lo elevó al cargo que mi dulce caballero ocupa hoy.
......
Me habla con los ojos empañados en lágrimas de emoción. Dice que así se siente al verme y acariciarme; y yo me veo transportada a la gloria de la felicidad. Dice, también, que cuando me abraza es el hombre más poderoso del mundo; más aún que Carlos, aunque éste reine sobre Castilla y Sicilia y Nápoles y las Indias y todo el Sacro Imperio. Entonces, me siento una princesa y brillo aún más para él.
Él me sujeta con sus brazos fuertes y seguros. Recorre mi figura con sus manos ásperas y siento, sin embargo, sus suaves caricias. Me toma firmemente y eleva mi cuerpo en el aire. Allí quedo estática, por un instante que es toda una eternidad. La visión es hermosa: yo, en lo alto, sostenida por el hombre que es mi razón de existir; él, gigante, con su cuerpo atlético tensado hasta el punto en que parece estallar, su melena azabache apenas movida por la brisa veraniega; su torso desnudo, sudoroso; parado sobre los dos pilares que son sus piernas, separadas apenas para lograr un correcto equilibrio; en una danza que hemos repetido cientos de veces. A los pies de mi amado, arrodillado y con su cabeza en el cadalso, está el Maestre Condestable Don Martín de Cardés, reo acusado de pecado nefando por el Santo Oficio de la Inquisición, y relajado a la Justicia del Rey que lo condena a morir decapitado bajo el hacha, en esta muy noble y leal Villa de Calahorra. Alrededor nuestro, en los tablados y las ventanas, los muchos asistentes venidos de todos los lugares de esta comarca, se desgañitan gritando groserías.
......
La eternidad se acaba y mi querido me impulsa para caer con fuerza. Su destreza en estas artes y mi filo separan, limpiamente, la cabeza del cuerpo. Me apoya suavemente a su lado y toma por el cabello a la cabeza del ajusticiado que aún abre y cierra sus ojos de pupilas dilatadas. La muestra al populacho, que estalla en una explosión de regocijo.
......
Después, cuando el cadalso queda solo y los monjes mendicantes se han llevado el cuerpo del ejecutado, me toma nuevamente con cariño y con un trapo mojado en aceites livianos; lentamente, mientras me habla otra vez con palabras tiernas, va limpiando de sangre el acero de mi hoja, venido del hierro de las laderas del Udalaitz, y fraguado a la calda en Bergara, según la antigua usanza de los maestros espaderos vascos. Cambia de trapo y seca mi mango de madera de roble quejigo nacido en la llanada de Álava, y en el que él, mi enamorado, grabó mi nombre con su daga. Luego baja la escalera del patíbulo cargándome en equilibrio sobre su hombro derecho, mi cabeza a su espalda; y toma con su mano izquierda la pequeña bolsa de cuero que contiene los dos florines con que los familiares del muerto le pagaron para asegurar que él, mi luz, me hubiese afilado adecuadamente, y que no fuesen necesarios mas que un par de golpes para acabar con la vida del infortunado.

 

miércoles, 13 de septiembre de 2017

Descubrimiento norteamericano. Russell Baker.

¿Cuántos escolares, llevados al engaño por la cansada figura del viejo Colón, ese cansado marinero, saben que Europa fue descubierta por americanos antes de que América fuese descubierta por Colón?
En el año 1490 una flotilla de sus canoas gigantescas, con 533 indios Arawak de las islas Bahamas a bordo, arribaron a las costas de España después de 63 días de remar suavemente por el Atlántico del Norte.
Habían zarpado, en realidad, en busca de una ruta marina a California, la que su gran capitán, Aberquakkicola, estaba convencido de que podría ser alcanzada navegando hacia el este. Aberquakkicola no estaba loco, a diferencia de Colón, quien con el hilo enredado entre las islas de Caribe perdió años persuadido de que andaba en algún lugar cercano a China. No. Aberquakkicola inmediatamente se dio cuenta de que esta nueva recalada no era California.
“En esta isla -anotó en su bitácora-, no hay sequías, ni hay smog, ni puestecitos de hamburguesas Oh Boy entre la gente. Hemos descubierto un nuevo mundo”.
Bajó a tierra con su tripulación completa, encajó en la tierra una planta de tabaco, procedimiento tradicional de los Arawak para adueñarse de terrenos, y tomó posesión de su mundo nuevo a nombre de Jefe Aberquidnunc.
El puñadito de campesinos españoles que atestiguaron la ceremonia estaban naturalmente alborotados. Enviaron aviso del desembarco al duque de la vecindad, quien se ensambló su armadura y bajó a ver de qué se trataba. Aberquakkicola le dio la bienvenida con gentileza.
-Muéstrate agradecido, hombre viejo que vistes de metal, porque tu país ha sido descubierto por representantes del gran jefe de bronce, Aberquidnunc.
-Estáis profiriendo necedades -rabió el duque-, vos no podéis descubrir un país. Ha estado aquí mismo durante centenas de años.
-Hay mucho sentido en lo que dices -concedió Aberquakkicola-, nosotros regresaremos a nuestras canoas a discutirlo.
Y se retiró con toda su gente. Esa noche tuvieron asamblea plena en torno al reino del capitán.
Algunos de ellos, pocos en verdad puesto que los Arawak eran amantes de la paz, votaron por hacer trocitos de hombre viejo con todo y piel metálica, esclavizar a los adultos aptos para el trabajo, y colonizar el lugar.
Aberquakkicola avergonzó a los que hicieron tal propuesta: “Es absolutamente natural que esos salvajes se ofendan al ser descubiertos, porque en su ignorancia, ni pueden percatarse de que han vivido aquí por miles de años, sin ser descubiertos por nuestro mundo totalmente civilizado. ¿Acaso nosotros no nos sentiríamos ofendidos si uno de estos salvajes con pellejo terroso desembarcara en nuestras playas alegando que nos ha descubierto?
Los hombres apreciaron lo juicioso de este razonamiento y acordaron que deberían regresar a las Bahamas y dejar en paz a los salvajes.
Sin embargo, algunos de los hombres de Aberquakkicola habían traído oro de las Bahamas, y ahora pensaban darlo a los nativos a cambio de cuentas de vidrio y baratijas, y pidieron permiso de pasar un día más negociando en la costa. Aberquakkicola, no viendo mal alguno en despojar a los salvajes de unas cuentas de vidrio y chucherías, accedió.
Mientras tanto, el duque había convocado al castillo a sus compañeros duques, para conferenciar a media noche, y les informó que habían sido “descubiertos”.
-Es una impertinencia -explotó un duque particularmente envidioso-, una intolerable impertinencia que una flotilla de vagabundos encuerados, sin un arcabuz, sin siquiera una lanza, se hayan remado el Atlántico y descubran Europa. Más aún, probablemente son bellacos. Tal vez ahora mismo estén sentados en sus canoas, conspirando cómo hacer lo que haríamos nosotros si nosotros los hubiéramos descubierto.
Los duques convinieron en que sería peligroso dejar que un hatajo de pelados extranjeros se fueran con el descubrimiento de Europa. Así, cuando a la mañana siguiente los Arawak desembarcaron para especular, los ejércitos de los duques cayeron sobre ellos y los destriparon. Pero Aberquakkicola, con unos cuantos compañeros, consiguió escapar en una canoa, y durante varios años vagó a la deriva. Cuando finalmente recaló en las Bahamas, había llegado demasiado tarde para transmitir a sus compañeros de tribu la sabia lección que tan amargamente él había aprendido en Europa, acerca del modo en que una civilización debe tratar a sus descubridores provenientes de otra. Los Arawak ya habían sido descubiertos por Colón, cuyo ejército había sentado sus reales permanentemente.
Todo lo cual, por supuesto, explica que las tontas películas de ciencia ficción están en lo correcto cuando meten al ejército norteamericano en el patio trasero de la casa de Jaimito, a parlamentar con un platillo volador.

El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
 


domingo, 10 de septiembre de 2017

La mala educación. Raúl Ortiz y Ortiz.

Una tarde, Mme de Chevigné da la taza de té a una doncella; a ésta se le cae la cuchara y exclama "¡merde!"
Mme de Chevigné se vuelve a ella y le dice:
-Niña, no diga usted eso, que es palabra reservada a los amos.

El cuento. Revista de la imaginación. 143.

sábado, 9 de septiembre de 2017

La partida. Leónidas Berletta.

Trajeron agua del río, y se lavó, despacio.
-Mire, Adelina, déme una camisa limpia -dijo con voz ahogada-, quiero irme decente.
La mujer le anudó el pañuelo al cuello y le peinó el cabello largo alrededor de las orejas.
-Bueno; me voy -dijo con una exaltación ahogada-. Tráigame el rebenque grande, ¿quiere?
Los ojos, chiquitos, con un anillo de agua en la pupila, brillaron agudos por un instante.
-Bueno; me voy -repitió, ensimismado.
La mujer se movió; fija la mirada triste, las manos, cruzadas sobre el vientre.
-Bueno; me voy -tornó a decir, y agregó con cierta firmeza: -Déjela entrar nomás a la Elenita.
La muchacha entró, demudada. Quedó inmóvil junto a su padre y gruesas lágrimas empezaron a mojarle la cara.
-¿Por qué llora, pues? -dijo él suavecito-. Enjúguese. Acérquese a besar a su padre. No pierda el tiempo. Ya tendrá ocasión de llorar. Béseme de una vez y hágalo entrar al Emilio.
La separó despacito de su rostro y la muchacha salió, hipando.
Afuera se detuvo frente a su hermano y a su madre y dijo, aspirando las sílabas:
¡Se va!
La puerta del rancho volvió a chirriar y entró el varón, serio, indeciso, mirando con insistencia al suelo, balanceándose como si tuviese que tomar impulso para dar un salto.
El padre lo miró de hito en hito, y de repente, exclamó con la voz alterada:
-Vea, muchacho… Déme su mano… ¡Qué embromar…! ¡Si es un alivio…! -y al apretar la mano, añadió…: -¡Esto me basta!
Y como sabía que su hijo no iba a soltar palabra, dijo por él:
¡Y que me vaya lindo!
Fue un apretón de manos corto, firme.
Deje entrar ahora a su madre, que está esperando.
Salió el mozo, con la boca apretada, respirando fuerte y esquivando los ojos. Se plantó frente a su madre y a su hermana y masculló entre dientes, como con rabia:
-¡Se va!
Y entró la madre. Se aproximó lentamente al hombre; los ojos colorados, la boca estremecida.
-Siéntese -murmuró él-. Quédese un ratito así. No me diga nada. ¿Comprende?
Varillas de luz caían desde el techo del rancho. Oían distintamente el ruido que hacían los dos al respirar.
Él no necesitó mirarla para saber que tenía los ojos llenos de lágrimas. Le dijo con dulzura:
-Mire, Adelina, usté no pudo ser mejor de lo que fue… Mire… ¡y ojalá yo hubiese sido como usted quiso que fuera…! ¡Verdá…! ¡Verdá…!
Hizo un instante de silencio y luego:
-¡Está bueno…! Mire, Adelina, prepárese nomás. Y déjese de andar lloriqueando. Todas las partidas son lo mesmo. Verdá. Y ahora, con su licencia, déjeme que me vaya.
Entonces la mujer se arrodilla y barbota entro sollozos:
-No; Bautista, si usté no se me va. ¡Qué se me va a ir! ¡Cómo me va a dejar a mí solita! ¡Hemos andado tanto tiempo acollarados! ¡No; si usté no se me va!
Pero se interrumpe de golpe porque la mano de su hombre ha caído inerte fuera del camastro.
Ahora se enjuga los ojos, sale del rancho, enfrenta desesperada a sus hijos y dice con voz ronca:
¡Se jue!


viernes, 8 de septiembre de 2017

Finlandia. Hernán Casciari.

El 14 de noviembre de 1995 maté sin querer a la hija mayor de mi hermana, haciendo marchatrás con el auto. Entre el impacto seco, los gritos de pánico de mi familia y el descubrimiento de que en realidad había chocado contra un tronco, ocurrieron los diez segundos más intensos de mi vida. Diez segundos durante los que me aferré al tiempo y supe que todo futuro posible sería un infierno interminable.
Yo vivía en Buenos Aires y había viajado a Mercedes para festejar el cumpleaños número ochenta de mi abuela paterna (por eso recuerdo la fecha exacta: porque en unos días mi abuela cumplirá noventa, porque en unos días se cumplirán diez años de esto que ahora narro y que me marcó como ninguna otra cosa, ni buena ni mala, en la vida).
Festejábamos el aniversario de mi abuela con un asado en la quinta; ya estábamos en la sobremesa familiar. A las tres de la tarde le pido prestado el auto a Roberto para ir hasta el diario a entregar un reportaje. Me subo al coche, vigilo por el espejo retrovisor que no haya chicos rondando y hago marchatrás para encarar la tranquera y salir a la calle. Entonces siento el golpe, seco contra la parte de atrás del auto, y se detiene el mundo para siempre.
A cuarenta metros, en la mesa donde todos conversan, mi hermana se levanta aterrada y grita el nombre de su hija. Mi madre, o mi abuela, alguien, también grita:
—¡La agarró!
Entonces me doy cuenta de que mi vida, tal y como estaba transcurriendo, había llegado al final. Mi vida ya no era. Lo supe inmediatamente. Supe que mi sobrina, de tres años, estaba detrás del auto; supe que, a causa de su altura, yo no habría podido verla por el espejo antes de hacer marchatrás; supe, por fin, que efectivamente acababa de matarla.
Diez segundos es lo que tardan todos en correr desde la mesa hasta el auto. Los veo levantarse, con el gesto desencajado, veo un vaso de vino interminable cayendo al suelo. Los veo a ellos, de frente, venir hasta mí. Yo no hago nada; ni me bajo del coche, ni miro a nadie: no tengo ojos que dedicarle al mundo real, porque ya ha empezado mi viaje fatal en el tiempo, mi larguísimo viaje que en la superficie duraría diez segundos pero que, dentro mío, se convertirá en una eternidad pegajosa.
En ese momento (no sé por qué es tan grande la certeza) no tengo dudas sobre lo que acabo de hacer. No pienso en la posibilidad de que sea un tronco lo que he embestido, ni pienso que mi sobrina está durmiendo la siesta dentro de la casa. Lo veo todo tan claro, tan real, que solamente me queda pensar por última vez en mí antes de dejarme matar.
"Ojalá el Negro me mate" —pienso—, "ojalá sea tan grande su enajenación de padre salvaje, tan grande su rabia, que me pegue hasta matarme y no me dé la opción de tener que suicidarme yo mismo, esta noche, con mis propias manos, porque soy cobarde y no podría hacerlo, porque cometería la peor de todas las bajezas: me iría a Finlandia". Utilizo esos diez segundos, los últimos de calma que tendré en toda mi vida, para pensar en quien ya no seré nunca más.


Tenía casi veinticinco años, estaba escribiendo una novela larguísima y placentera, vivía en una casa preciosa del barrio de Villa Urquiza, con una mesa de pinpón en la terraza y toda la vida por delante, trabajaba en una revista donde me pagaban muy bien, tenía una vida social intensa, era feliz, y entonces mato a mi ahijada de tres años y se apagan todas las luces de todas las habitaciones de todas las casas en las que podría haber sido feliz en el futuro. Lo pienso de ese modo, desapasionadamente, porque ya no tengo ni cuerpo con el que temblar.
En esos diez segundos, en donde el tiempo real se ha roto literalmente, en donde el cerebro trabaja durante horas para instalarse en un recipiente de diez segundos, descubro con nitidez que mis únicas opciones —si mi cuñado no me hace el favor de matarme allí mismo— son las de huir (huir de inmediato, sobornar a alguien y escapar del país) o suicidarme. Lo que más me duele, tal como están las cosas, es que no podré volver a escribir literatura, ni a reír.
Durante mucho tiempo, durante años enteros, me siguió sorprendiendo la frialdad con que asumí la catástrofe en esos diez segundos en que había matado a mi sobrina. No fue exactamente frialdad, sino algo peor: fue un desdoblamiento del alma, una objetividad inhumana. Me dolía saber que ya no podría escribir, que en el suicidio o en la huida —aún no había optado con qué quedarme— no existiría esa opción: la de los placeres.
Podía irme a Finlandia, sí, a cualquier país lejano y frío, podía no llamar nunca más a mi familia ni a los amigos, podía convertirme en fiambrero en un supermercado de Hämeenlinna, pero ya no podría volver a escribir, ni amar a una mujer, ni pescar. Me daría vergüenza la felicidad, me daría vergüenza el olvido y la distracción. La culpa estaría allí involuntariamente, pero cuando comenzara la falsa calma o el olvido momentáneo, yo mismo regresaría a la culpa para seguir sufriendo. La vida había terminado. Yo debía desaparecer.
Pero si desaparecía, qué. Qué importancia podía tener darles a ellos la serenidad de no ver nunca más al asesino. Ellos, mi familia, los que ahora corrían lentamente desde la mesa al coche para matarme o para ver el cadáver de un niño, podrían creerme exiliado, lleno de dolor y de miedo, temeroso y ruin, o agorafóbico; o podrían sospecharme loco, como esas personas que pierden el rumbo y la memoria después de los terremotos; alucinado, mendigo, enfermo; podrían hasta perdonarme pues me creerían fuera de toda felicidad, fuera de todo placer. Matarían a quien blasfemara mi memoria diciendo que se me ha visto reír en una ciudad finlandesa, a quien dijera que se me ha visto beber en un bar de putas, o escribir un cuento, ganar dinero, seducir a una mujer, acariciar un gato, pescar bogas o dar limosna a un marroquí en el metro. No creerían que alguien (ya no yo en particular, sino que nadie) fuese capaz de semejante flaqueza, de tan penoso olvido, de matar y no llorar, de escapar y no seguir pensando en la tarde de verano en que una niña de tu sangre ha muerto bajo las ruedas del coche.
Diez segundos eternos hasta que alguien ve el tronco y todos olvidan la situación.
Nadie, ninguna de todas las personas que almorzaban aquella tarde de hace diez años en Mercedes, recuerda ahora esta anécdota. Nadie ha tenido pesadillas con estas imágenes: sólo yo me he despertado transpirado durante años enteros, cuando esos diez segundos regresan por la noche sin el final feliz del tronco; para ellos no ocurrió más que la abolladura de un guardabarros al final de la primavera.
Nada malo pasó aquella tarde, ni nada malo ocurrió, antes o después, en mi vida. Han pasado diez años desde entonces y todo ha sido un remanso en el que nunca lo irreversible se ha metido conmigo. ¿Por qué entonces, en estos días, siento que he cumplido sólo diez, y no treinta y cinco años? ¿Por qué le doy más importancia a esta fecha en que no maté a nadie, que a aquella otra fecha anterior en que salí de mi madre dando un grito eufórico de vida? ¿Por qué algunas noches me despierto y descubro que me falta el aire, y recuerdo como real el frío de una cabaña en Finlandia, y me encuentro con las hilachas de la angustia y el exilio, y me ahoga la cobardía de no haber tenido la voluntad de suicidarme?
Es la fragilidad de la paz la que nos devuelve al escalofrío y a la incertidumbre. Es la velocidad infernal de la desgracia, que acecha como un águila en la noche, la que sigue allí escondida para quitarnos todo y dejarnos aferrados a un volante y pensando que la única opción es morir solos en Finlandia, con los ojos secos de no llorar.
Por suerte, casi siempre es un tronco y vivimos en paz. Pero todos sabemos, por debajo de la risa y del amor y del sexo y de las noches con amigos y de los libros y los discos, que no siempre es un tronco. A veces es Finlandia.



jueves, 7 de septiembre de 2017

Hospital. Antonio Báez.

Pasé más o menos un año entrando y saliendo de un par de hospitales. Conocí a varios hombres con poco más de 30 que no salieron vivos: entre ellos mi hermano. Tomé muchas veces el menú de sus cafeterías, compré revistas en sus tiendas de regalos, dormité en sus asientos y a veces me tumbé en una cama vacía, fumé en sus pasillos y paseé por sus alrededores. Llegué a conocer muchos de sus rincones, la capilla, la biblioteca, las puertas por donde había que entrar o salir a determinadas horas de la noche. Vi la tele en el hospital, leí un par de libros, oí música en el aparcamiento, celebré un fin de año. Conocí a personas que estaban en una situación similar a la mía. Hermanos de enfermos, hijos a su vez de padres y madres con hijos enfermos. Conocí enfermeras que me gustaron. Entraban en la habitación de aislamiento con la mascarilla por encima de la nariz y yo trataba de imaginar el rostro que se escondía debajo. Sus ojos se volvían de ese modo muy expresivos. Eran enfermeras muy amables que atendían al enfermo mientras yo observaba sus delicadas manipulaciones. Solía haber dos pacientes por habitación. Una de las inquietudes más normales tenía que ver con el tipo de compañero que nos tocaría en suerte. Los había rebeldes como el que se encierra en el baño a fumar, impertinentes que se quejan por cualquier cosa, otros hoscos, todo el día de cara a la pared. El mejor de los compañeros era siempre discreto y dócil a los tratamientos. El miedo es un sentimiento que hay que manejar con respeto por uno mismo y por los demás. En las circunstancias de las que hablo se pasa mucho miedo. A veces hay que engañar al miedo. En cierta ocasión que me marchaba del hospital miré hacia uno de los ventanales de la planta donde estaba mi hermano y le dije adiós con la mano. Me devolvió el saludo. Como sabía que me observaba accioné mi mando a distancia, pero no entré por mi asiento, sino que abrí el maletero y me metí en él. La puerta me cayó encima, pero no dejé que se cerrase. Me quedé en la oscuridad apenas unos segundos y volví a salir, patoso y desorientado. Volví a mirar hacia los ventanales y él me dijo adiós nuevamente celebrando mi actuación. Meses después tuve sus cenizas en mi casa. Un bote lleno de virutas grises.

 La magia de los días. Antonio Báez, 2016.

miércoles, 6 de septiembre de 2017

La fama. Enrique Anderson Imbert.

El poeta la vio pasar, aprisa; y aprisa corrió tras ella y se quejó:
-¿Y nada para mí? A tantos poetas que valen menos ya los has distinguido: ¿y a mí cuándo?
La Fama, sin detenerse, miró al poeta por encima del hombro y contestó sonriéndole mientras apresuraba la carrera:
-Exactamente dentro de dos años, a las cinco de la tarde, en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, un joven periodista abrirá el primer libro que publicaste y empezará a tomar notas para un estudio consagratorio. Te prometo que allí estaré.
-¡Ah, te lo agradezco mucho!
-Agradécemelo ahora, porque dentro de dos años ya no tendrás voz.

 

martes, 5 de septiembre de 2017

El jardín de la mimosa. Ámbar Past.

Mi abuela sirve el té arriba en la casa, hace gárgaras antes de ir a la iglesia metodista mientras nosotros, mi abuelo y yo, encalamos el sótano, renovamos las brasas del calefactor, pintamos los zapatos de color amarillo.
Se baña mi abuelo y me regaña porque lo miro desnudo. Sus pliegues de piel cansada me recuerdan de un viejo elefante de color rosa. Me acaricia con su mejilla de chayote y pregunta si debe rasurarse. El sótano huele a hulla, agua caliente, cal y moho. Mi abuelo, que se llama “El gran Cid”, masca tabaco y escupe en los frascos adornados con estrellas de plata que le regalo en su cumpleaños.
Afuera en el jardín encontramos nidos de pajarillos entre la hiedra, nueces bajo el nogal. Trasplantamos un cerezo; se abre un hoyo grande y se le echa bastante agua. El hoyo es el sótano del árbol.
Mi abuelo me lleva sobre la grava en su carretilla. Me esconde entre un montón de hojas aromáticas y de maple y cuando aparezco de repente finge sorprenderse.
Llega la hora de escuchar la radio en el cuarto donde duerme mi abuelo en el sótano y veo el cuadro de un boxeador que le pintó mi tío. Mi abuelo me enseña la A la B la C con sus lentes puestos y su lápiz de carpintero.
Los domingos preparo agua de limón y subimos la montaña. Desde arriba se ve el río como culebra, el panteón de la Guerra Civil. Mi abuelo me explica todo. Me dice que hay que andar despacito y nunca meterse en los líos de otros. Me dice los nombres de los árboles en latín. Encontramos yerbabuena para nuestra agua de limón y más para sembrar en el jardín.
Mi abuelo tiene un tatuaje azul de un ancla porque era marinero y trabajaba en los muelles cargando baúles antes de que se hiciera doctor. Todavía le gusta pasar la noche junto a las vías del tren cantando con los hombres que viajan en los furgones de carga. Cuando era novio mi abuelo viajaba cuatro mil kilómetros de polizonte para pasar una tarde con mi abuela. Ahora lava los trastos con jabón tocador hasta que huelen a perfume. Cuando termina se pone su sombrero y nos vamos a la farmacia. Toda la gente saluda a mi abuelo en la calle. El dueño de la farmacia me invita a un helado y nos sentamos en la barra para platicar. Cuando se incendió la farmacia hace algunos años mi abuelo le prestó dinero para construirla de nuevo y ahora preparan las medicinas como mi abuelo les dice. Una se llama “El Ungüento del Gran Cid”. Es negro y parece chapapote. También el “Elixir para el Estómago del Gran Cid” que sabe a orozuz. La farmacia huele a vitaminas, chocolates y hule y se llama “La Farmacia inclinada” porque se encuentra frente a la estación del Tren inclinado.
Subimos la montaña en este tren que, según un letrero que me lee mi abuelo, es el tren más inclinado del mundo. Realmente son dos trenes; uno en cada extremo de un cable muy largo. Cuando un va, el otro viene. El cable se enrosca en un gran carrete de fierro dentro de una jaula. Los turistas que quieren conocer la cima compran boletos y suben en el tren inclinado y las personas que viven arriba bajan en él para ir al trabajo o de compras. Nosotros subimos en el tren pero bajamos a pie por un camino que mi abuelo conoce, que pasa por donde vivía con su mamá cuando ella cosía mandiles para pagar sus estudios. Ya no se ve más que la chimenea de piedra y los enormes rosales en flor donde antes era la cocina, porque el monte se come la casa.
Si apenas nos tardamos diez minutos en subir al mirador en el Inclinado, nos lleva el resto del domingo descender porque el camino es largo y retuerce mucho. A veces cruzamos las vías del tren o nos paramos para desarraigar alguna mata.
Todo el jardín de la casa de mi abuelo está sembrado con árboles que antes crecían en la montaña. Los maples del lado de la calle que se ponen rojos en otoño, el sicomoro con sus hojas en forma de estrellas, el capulín que tanto le gusta a los pájaros, la acacia, los helechos, las violetas, la madreselva. Sólo la exótica mimosa con sus borlas rosadas no viene de la montaña porque es de China. Mi abuelo me enseña cómo se duermen sus hojuelas cuando uno las toca.
Tengo un escondite debajo del pinabeto a un lado del porche. Sólo puedo entrar si me trepo encima del barandal junto a la puerta, y salto hasta abajo, nada más lo hago cuando mi mamá no me ve porque me ragaña. Nadie me puede encontrar en este cuarto secreto que tiene como muros las tupidas ramas del árbol por un lado y la cimentación de la casa por el otro. Hasta una ventana tiene para asomarme al sótano.
Allí mi abuelo está lavando la ropa. Tenemos una máquina con rodillo y varias pilas de agua. Se llena la máquina de agua caliente con una manguera anaranjada y luego se le echa jabón y la ropa blanca. La máquina agita la espuma hasta que se escurre al piso y entonces mi abuelo lo recoge y nos hacemos barbas blancas y nos miramos al espejo. Mi abuelo me ha hecho también una casita para jugar junto a la mimosa. Es de ladrillo rojo y tiene una puerta y dos ventanas. Adentro pintó cada pared de un color diferente, como si fueran cuartos distintos. La cocina es de color plateada. También construyó una casita para él. Es su “despacho” y allí pone su silla de dentista que es muy cómoda porque tiene una palanquita para acostarse. Allí guarda mi abuelo su maletín de doctor y sus medicinas.
A veces voy con él a ver a los enfermos. Caminamos hasta el otro lado del río donde las casas están más chicas y más pegadas. Aquí viven María Ema y su madre José que trabajan en la posada que tienen los vecinos de mi abuelo. José se baña por la mañana y por la tarde pero cuando nació María Ema tenía miedo de que se le fuera a disolver en el agua. María Ema es la única de sus bebés que vivió. María Ema y José toman agua de un bebedero que dice “de color” y no pueden lavar sus manos en el lavabo para “los blancos”. Mi abuelo es un médico con pacientes negros y pacientes blancos. A la enferma le han tapado con una sábana blanca blanca. Ven acá, hija -me dice José y me lleva afuera donde crecen las uvas. Son negras y saben a sangre y son para hacer vino. Después mi abuelo descansa en el porche y canta con José. De regreso a casa me deja cargar su maletín. Le han regalado una mata de uvas para sembrar.
Mi abuela se queja de que no tenemos dinero. Los pacientes pagan con gallinas o con jamones caseros o con cobertores acolchados que hacen con pedacitos de tela vieja.
La bebita de los chinos de la tiendita en la esquina tiene granitos en la cara. Mi abuelo la examina y pasa toda la noche hablando con el señor. A la mañana le regalan una latita de oro y laca adornada con dibujos de palacios, barcos de vela y dragones. Mi abuelo me confía que tiene té jazmín adentro. Es para mi abuela porque a ella le gustan este tipo de cosas pero mi abuela lo regaña porque cómo pudiste haber pasado la noche con esa gente. Cuando se cura la bebita de los chinos nos regalan la mimosa y mi abuelo me pregunta en dónde la vamos a plantar.
Ya no cabe nada en el jardín de mi abuelo. Está lleno de hiedra, de varas de San José, de madreselva, lirios, violetas, rosales, el cerezo, la mimosa, flores junto a la casita para jugar. El liquidámbar, el sicomoro, los maples, el nogal. Ahora mi abuelo está haciendo otro jardín en el callejón detrás de la casa y como siempre, subimos la montaña cada domingo para transplantar matas del monte.
Yo sé que algún día mi abuelo va a estar en su cama. Que me va a llamar y le voy a decir los nombres de los árboles en el jardín hasta que se duerma. Yo sé que mi abuela va a vender la casa al pastor metodista. Bien barata, porque es buena cristiana, y él la va a dividir en departamentos.
Sé que algún día voy a venir por el callejón para asomarme al jardín que ya no será de mi abuelo y ya no estarán la casita para jugar ni la mimosa. Van a arrancar el pasto y la yerbabuena y los helechos y todo lo que trajimos para sentirnos con vida.
Van a asfaltar el jardín de mi abuelo y a sembrar un letrero que dirá: “Estacionamiento por hora o por mes”. Entonces vamos a pintar los zapatos de color amarillo y vamos a subir la montaña para vivir en el panteón junto al tren inclinado.

El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
 

lunes, 4 de septiembre de 2017

Letras muertas. Queta Navagómez.

La tarde es parda y la calle empinada. Ella escucha que la llaman; un mozalbete corre cuesta arriba, ella lo reconoce y se tensa. Jadeante, él le da alcance. Ella apenas domina el sobresalto cuando ve, junto a su cara, la carta que él le entrega. La intuición le grita que es una carta de amor. Una carta de amor de ese muchacho que le gusta tanto. En cuanto puede creerlo, casi la arrebata, la desdobla con prisa, sus ojos corren por los negros garabatos mientras un indiscreto rubor le golpea las mejillas y una turbación -mezcla de júbilo y de susto- le estremece las manos.
El muchacho observa estos cambios, temeroso quizás a la negativa, corre calle abajo mientras grita: ¡Piénsalo… lee la carta completa; mañana me contestas!
Ella, al verse sola, tiembla sacudida por el llanto. Nunca había sentido así, de golpe, tanta angustia, alternada con la vergüenza de ser analfabeta.

 

domingo, 3 de septiembre de 2017

Olor a cebolla. Camilo José Cela.

Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.
-Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.
-Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra la ventana?
-No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla.
La mujer era la imagen de la paciencia.
-¿Quieres lavarte las manos?
-No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.
-Tranquilízate.
-No puedo, huele a cebolla.
-Anda, procura dormir un poco.
-No podría, todo me huele a cebolla.
-Oye,¿ quieres un vaso de leche?
-No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla.
-No digas tonterías.
-¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla!
El hombre se echó a llorar.
-¡Huele a cebolla!
-Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.
-¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!
La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.
-¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!
-Como quieras.
La mujer cerró la ventana.
-Oye, quiero agua en una taza; en un vaso, no.
La mujer fue a la cocina, a prepararle una taza de agua a su marido.
La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente.
El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.
-¡Ay!
El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacía.
Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio.
-¿Qué pasa?
La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:
-Nada, que olía un poco a cebolla.