sábado, 31 de octubre de 2015

El almohadón de plumas. Horacio Quiroga. Cuento.

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.


Cuentos de amor, locura y muerte. 1917

jueves, 29 de octubre de 2015

El catalejo. David Sánchez Juliao. Microrrelato.

Una mujer amó a un marinero. Un buen día, el marinero tuvo que viajar… por años. La mujer entonces, compró un catalejo para sentarse a mirar el mar a la espera de su hombre. Pasó el tiempo. La mujer aprendió el sabor de la espera y supo del color de la añoranza; y ambas cosas le gustaron. Un día, el marinero volvió, y se amaron como locos por tres meses; rompieron la cama y deshilaron la hamaca. Pero un buen día (otro), el hombre se levantó y encontró a la mujer instalada en la terraza mirando al horizonte por el catalejo. “¿Qué buscas?”, preguntó el hombre, y la mujer respondió: “A ti”.

Segunda antología del cuento corto colombiano.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Réprobo. Sandro Bossio Suárez. Microrrelato.


El anciano, harapiento y famélico, pasa por la estancia, en cuya entrada la madre encanilla la lana y cuida de sus dos hijos que juegan en la tierra. Al verla, se detiene, le hace una reverencia y, sin mirarle a los ojos, le pregunta:
—¿Me dejarías probar un poco de tu comida?
La madre asiente y abandona su hilado.
—Por supuesto, buen hombre —le dice—. Espere un momento.
Y entra a la choza a poner la comida sobre los carbones aún calientes. Mientras espera, canturrea una canción, se distrae jugando con sus cabellos. Cuando vuelve a salir con la comida servida, el plato se le cae de las manos, despedazándose contra el suelo.
—Gracias —le dice el anciano escupiendo el último hueso de los niños. 







martes, 27 de octubre de 2015

El valor exacto de Pi. Héctor Castañeda Bringas. Microrrelato.

Desde que era pequeño, su afición por encontrar solución a magnitudes y conceptos imponderables le acarreó problemas: su madre, católica irredimible, le dejó sin cenar la noche aquella en que él alegó la inexistencia de un dios omnipotente, ya que no podría crear algo tan pesado que no lo pudiese levantar.

Ahora estaba dedicado a averiguar el valor exacto de “pi”.

El viejo abarrotero, don Chucho, lo había corrido al descubrirlo colocando, amontonado, semillas de ajonjolí sobre los mosaicos de la bodega… Pero él sólo intentaba resolver el viejo problema del trigo duplicado en cada casilla del tablero del ajedrez. Meses después encontró la cifra (18 446 073 709 551 615) calculándola matemáticamente. *Ahora estaba dedicado a averiguar el valor exacto de “pi” . *No le preocupaba el tiempo, pues había llegado a la conclusión de su inexistencia, ya que lo pasado (siglos, décadas, años, meses, horas o segundos) no existe y lo futuro (minutos, días, semestres o milenios) todavía no existe y cada nueva unidad resultante de subdividir el momento presente, puede fragmentarse en otro hoy, otro ayer y otro mañana.

Ahora estaba dedicado a averiguar el valor exacto de “pi”.

No pensaba llegar al infinito, porque está convencido de estar en él: cualquier punto es el infinito al ser inalcanzable desde otros puntos muy lejanos.

Ahora estaba dedicado a averiguar el valor exacto de “pi”.

De la escuela tuvo que salirse porque maestros y condiscípulos le hostilizaban o se mofaban de él al no comprender su “distracción”. No sabían que pensaba en la convergencia de las paralelas, en el origen de la materia y la energía y su paternidad recíproca, en la existencia de la antimateria, en…

Ahora estaba dedicado a averiguar el valor exacto de “pi”. Si el diámetro cabe tres veces y fracción en la circunferencia, la fracción podría hacerse cada vez más aproximada, hasta que se alcanzase un cociente exacto.

Hacía semanas que había llegado a la cifra de 3.141592653589792347441534376233325737865412174 y aún continuaba dividiendo; el fragmento sobrante de circunferencia era más pequeño cada vez, inconcebiblemente pequeño, tanto que se fue convirtiendo en punto, un punto que empezó a crecer por dentro y a volverse una circunferencia nuevecita, adolescente, tan conspicua que se iba semejando paulatinamente al cero, un cero que (con tantas divisiones) perdió el equilibrio y cayó hacia el lado de las cantidades negativas y comenzó a correr por ellas de los menos mil billonésimos a los menos millonésimos, de ahí a los menos milésimos, a los menos centésimos, a los menos décimos y —por fin— a los menos tres enteros. Sin sentirlo entró también al mundo de la antimateria y —aterrorizado— quiso regresar, pero infructuosamente.

Nadie escucha sus gritos. Su mujer comenta tristemente a una vecina: —Se había vuelto muy raro, creo que loco… No sé a qué hora se iría ¡pero hace dos meses! Sólo dejó eso en la mesa.

Y señaló unas hojas llenas de números, en la última de las cuales apenas se notaba la huella tenue de un punto expansivo que, convirtiéndose en circunferencia, creció tanto, tanto, que se diluyó en el infinito.


lunes, 26 de octubre de 2015

Versión Oficial. Alberto Sánchez Argüello. Microrrelato.

Quinta sesión con el psiquiatra, ya estoy tan acostumbrado que hasta podría quedarme dormido si no fuera por las malditas moscas que me persiguen a todos lados. Yo creo que estas sesiones son un desperdicio de dinero, pero mis padres me dicen que es lo más sano, que así podré tener otra vez una vida normal. He optado por no contrariarles, ya han tenido bastante con la presión que han sufrido desde el gobierno y los medios oficialistas. En la consulta hacemos la revisión de siempre: repito que la marcha en la que participé no fue pacífica, que la gente apresada tuvo que se ser reducida a la fuerza por violentar el orden público, que mis amigos no fueron secuestrados por policías de civil, que en realidad ellos existen sólo en mi imaginación. Y claro, repito una vez más que nadie me golpeó hasta matarme, que lo mío fue una simple contusión tal cual lo describe el informe policial. Agradezco la paciencia, limpio los coágulos de sangre que quedaron pegados en el sofá y me alejo por las calles, acompañado por las moscas. 




domingo, 25 de octubre de 2015

Un héroe. Slawomir Mrozek. Microrrelato.

Un buen día, paseando por la orilla de un río vi de pronto a un boy-scout que se estaba ahogando. Conozco el lugar, no es profundo, así que decidí salvarlo en cuanto se reuniera un poco más de público. Me senté en un banco a esperar. El boy-scout gritaba de lo lindo, por lo que al cabo de poco se congregó en la orilla un nutrido grupo de gente. Esperé un poco más para que el público estuviera al completo, entonces me levanté, me acerqué al agua y animado por los gritos de admiración me puse a quitarme lentamente el zapato izquierdo. El público me aplaudió. Estaba ya en calcetines cuando me di cuenta de que un sinvergüenza también se disponía a desnudarse. Me puse furioso.

–Yo estaba aquí primero –le dije.

Y él me contestó:

–¿Es tuyo el boy-scout o qué? –y se puso a quitarse el chaleco.

–¡Tiene razón! –se dejaron oír unas voces entre el público–. ¡El boy-scout es de todos!

–Deja esos pantalones –le dije–. Tú aún no estabas en este mundo cuando yo ya salvaba boy-scouts.

–Habrás salvado a tu abuela –me contestó en un tono insultante.

–Y tú a tu tía. Vete a hacer puñetas y deja en paz al boy-scout.

El público iba en aumento. Unos estaban de mi parte, otros decían que todo el mundo tiene derecho a salvar boy-scouts. Vi que las cosas se complicaban y que todo dependía de quién se desnudase primero. Aunque él había comenzado más tarde, como llevaba cremallera me alcanzó. Le gané sólo al llegar a los calzoncillos. Al ver que perdía su oportunidad quiso saltar al agua tal como estaba, en ropa interior. Se me encendió la sangre y le eché la zancadilla. ¡Por hacerse el héroe! No sé qué pasó con el boy-scout porque a nosotros nos llevaron a urgencias. Yo le disloqué un brazo y él me rompió unos dientes.

Salvar a los que se ahogan requiere valor y sacrificio.




sábado, 24 de octubre de 2015

Muerte del cabo Cheo López. Ciro Alegría. Cuento.

Perdóneme, don Pedro… Claro que esta no es manera de presentarme… Pero, le diré… ¿Cómo podría explicarle?… Ha muerto Eusebio López… Ya sé que usted no lo conoce y muy pocos lo conocían… ¿Quién se va a fijar en un hombre que vive entre tablas viejas? Por eso no fui a traer los ladrillos… Éramos amigos, ¿me entiende?

Yo estaba pasando en el camión y me crucé con Pancho Torres. Él me gritó: “¡Ha muerto Cheo López!”. Entonces enderezo para la casa de Cheo y ahí me encuentro con la mujer, llorando como es natural; el hijito de dos años junto a la madre, y a Cheo López tendido entre cuatro velas… Comenzaba a oler a muerto Cheo López, y eso me hizo recordar más, eso me hizo pensar más en Cheo López. Entonces me fui a comprar dos botellas de ron, para ayudar con algo, y también porque necesitaba beber.

¡Ese olor! Usted comprende, don Pedro… Lo olíamos allá en el Pacífico…, el olor de los muertos, los boricuas, los japoneses… Los muertos son lo mismo… Sólo que como nosotros, allá, íbamos avanzando…, a nuestros heridos y muertos los recogían, y encontrábamos muertos japoneses de días, pudriéndose… Ahora Cheo López comenzaba a oler así… Con los ojos fijos miraba Cheo López. No sé por qué no se los habían cerrado bien… Miraba con una raya de brillo, muerta… Se veía que en su frente ya no había pensamiento. Así miraban allá en el Pacífico… Todos lo mismo…

Y yo me he puesto a beber el ron, durante un buen rato, y han llegado tres o cuatro al velorio… Entonces su mujer ha contado… Que Cheo estaba tranquilo, sentado, como si nada le pasara, y de repente algo se le ha roto adentro, aquí en la cabeza… Y se ha caído… Eso fue un derrame en el cerebro, dijeron… Yo no he querido saber más, y me puse a beber duro. Yo estaba pensando, recordando. Porque es cosa de pensar… La muerte se ríe.

Luego vine a buscar a mi mujer para llevarla al velorio y creí que debía pasar a explicarle a usted, don Pedro… Yo no volví con los ladrillos por eso. Mañana será.

Ahora que si usted quiere ir al velorio, entrada por salida aunque sea… Usted era capitán, ¿no es eso?, y no se acuerda de Cheo López… Pero si usted viene a hacerle nada más que un saludo, yo le diré: “Es un capitán”…

¿Quién se va a acordar de Cheo López? No recibió ninguna medalla, aunque merecía… Nunca fue herido, que de ser así le habrían dado algo que ponerse en el pecho… Pero qué importa eso… ¡Salvarse! Le digo que la muerte se ríe…

Yo fui herido tres veces, pero no de cuidado. Las balas pasaban zumbando, pasaban aullando, tronaban como truenos, y nunca tocaron a Cheo López… Una vez, me acuerdo, él iba adelante, con bayoneta calada y ramas en el casco… Siempre iba adelante el cabo Cheo López… Cuando viene una ráfaga de ametralladora, el casco le sonó como una campana y se cayó… Todos nos tendimos y corría la sangre entre nosotros… No sabíamos quién estaba vivo y quizá muerto… Al rato, el cabo Cheo López comenzó a arrastrarse, tiró una granada y el nido de ametralladoras voló allá lejos… Entonces hizo una señal con el brazo y seguimos avanzando… Los que pudimos, claro. Muchos se quedaron allí en el suelo… Algunos se quejaban… Otros estaban ya callados…

Habíamos peleado día y medio y comenzamos a encontrar muertos viejos… ¡El olor, ese olor del muerto!… Igual que ahora ha comenzado a oler Cheo López.

Allá en el Pacífico, yo me decía: “Quién sabe, de valiente que es, la muerte lo respeta.” Es un decir de soldados. Pero ahora, viendo la forma en que cayó, como alcanzado por una bala que estaba suspendida en el aire, o en sus venas, o en sus sesos, creo que la muerte nos acompaña siempre. Está a nuestro lado y cuando pensamos que va a llegar, se ríe…Y ella dice: “Espera”. Por eso el aguacero de balas lo respetó. Parecía que no iba a morir nunca Cheo López,

Pero ya está entre cuatro velas, muerto… Es como si lo oliera desde aquí… ¿No será que yo tengo en la cabeza el olor de la muerte? ¿No huele así el mundo?..

Vamos, don Pedro, acompáñeme al velorio… Cheo era pobre y no hay casi gente… Vamos, capitán… Hágale siquiera un saludo…




jueves, 22 de octubre de 2015

Hormigas. Eva Sánchez Palomo. Microrrelato.

En el parque se cansa pronto de jugar con otros niños. Da dos o tres patadas al balón, corre detrás de los demás como pollo sin cabeza, y cuando se acalora, regresa al banco donde yo le espero con una botella de agua fresca y un pañuelo para limpiarle las gotas de sudor que se le han formado en la frente y encima de la nariz. 
-¿Puedo ir ya a vigilar a las hormigas? 
Asiento con la cabeza y sale disparado con su libreta arrugada y un lápiz mordisqueado tan pequeño ya por el uso que debe costarle trabajo sostenerlo entre los dedos. 
Se acuclilla delante del hormiguero que hay entre el seto y los bancos del parque y allí pasa largo rato observando en silencio, tomando notas y trazando extraños dibujos en su roída libreta. Cuando empieza a anochecer la cierra, se coloca la mochila a la espalda y, mordisqueando el lápiz a mi lado, regresamos a casa. 
Mientras preparo la cena le veo repasar las notas en la mesa de la cocina. Le pregunto cómo va el plan de las hormigas y comienza su charla atropellada sobre túneles excavados, hormigas reina e invasión. 
Sigue hablando incluso mientras se cepilla los dientes y algunos minutos más ya en la cama. 
Espero paciente a que por fin le venza el sueño. Entonces recojo y guardo la libreta que ha quedado abierta y tirada a un lado de la cama, le arropo bien entre las sábanas y le beso en la frente, justo entre esos dos bultos espantosos donde ya empiezan a romperle las antenas.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Espiral. Enrique Anderson Imbert. Microrrelato.

Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo oscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón, dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. "¿Quién sueña con quién?", exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.


martes, 20 de octubre de 2015

Amor 77. Julio Cortázar. Microrrelato.

Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.





Un tal Lucas. Julio Cortázar.

lunes, 19 de octubre de 2015

Sirenas. José Luis Zárate. Tuiteratura.

-Desnudar una sirena requiere técnicas de descame demasiado sangrientas para los románticos.

-Las sirenas comprenden pocas cosas de nuestro mundo, y nosotros no entendemos sus ojos coral, sus manos liquen, la marea lenta de su sangre.

-Como más amamos a las sirenas es fuera del agua, sin su cola de pescado, ni sus ánimos carnívoros y en fin, cuando no son sirenas.

-A las sirenas les extraña el hecho de que si pones un marino en tu oído no escuchas el mar.

-Puedes amar a una sirena pero no dejas notar, tal vez cuando te devora, su naturaleza depredadora.

-Las sirenas que han abandonado el mar, reducen un poco su nostalgia cuando miran nadar las aves en el cielo.

-Durante el amor, las sirenas disfrutan de los sonidos de ellos, que se ahogan en su cuerpo.

-Durante el sexo, los amantes de las sirenas tratan de ser un mar.

-Las sirenas descubren que las lágrimas saben a mar, y se preguntan qué hizo a los dioses llenar medio mundo con su dolor.

-El salino sabor de las lágrimas hace preguntarse a las sirenas cuanto mar tenemos dentro.

-Las sirenas cantan en bares a donde llegan Odiseos de gabardina y sombrero fedora dispuestos a descubrir cuántas formas hay de naufragar.

-Después de llegar a tierra, de vivir una vida humana, las sirenas empezaron a soñar con volar.

-Los retratistas odian pintar sirenas, nunca les sale bien la voz.






sábado, 17 de octubre de 2015

El inventor. Jordi Masó Rahola. Microrrelato.

La invención de la máquina para invertir el tiempo se atribuye a Ernst Müller (1941-1867).

 
Jordi Masó Rahola, La bona confitura.

jueves, 15 de octubre de 2015

El acompañante. Martín Gardella. Microrrelato.

Mi compañero de cuarto tiene hábitos extraños. Con las primeras luces de la mañana, se levanta gruñendo a cerrar las persianas. Adora la oscuridad y el silencio de las noches, para sentarse a observar, emocionado, las estrellas fugaces. Prefiere esconderse en el armario cuando recibo visitas (no sé si lo hace por cortesía, por retraimiento o porque teme que el invitado sea alguno de esos sujetos que, según me cuenta, lo buscan para atraparlo). Conozco el riesgo, pero protejo su secreto de manera cómplice. Desde aquella noche tormentosa en que se instaló en mi casa, se convirtió en mi mejor compañía, en un compinche fuera de serie. Lo atiendo y lo alimento como a un bebé indefenso, y por las tardes le preparo un baño de inmersión, para que juegue, por un largo rato, con la esponja jabonosa entre sus tentáculos.

miércoles, 14 de octubre de 2015

El bosque sobre las olas. Ignacio Rubio Arese. Microrrelato.

Una vez, el rey de Suecia mandó construir una armada para dominar el Báltico. Cien escuadrones partieron a talar los bosques cercanos a Estocolmo. Las hachas asolaron la región. Como guerreros exangües caían los árboles, uno tras otro, profiriendo alaridos milenarios.
¡Nos vengaremos! –gritaban al desplomarse.
Allí mismo los serruchos desgajaban los troncos. Inmensos tablones viajaban hasta los astilleros en carretas de bueyes.
Al retirarse los hielos, zarparon a la guerra. A la semana el vigía observó unas yemas que despuntaban del mástil, unos brotes en la proa. Poco después empezó a menguar el ritmo, los navíos no avanzaban. En vano exhortaba el contramaestre a sus remeros que bogasen más rápido. Estaban en alta mar, encallados sin remedio.
Días después las naves se llenaron de ramas. Al poco los barcos se elevaron y quedaron suspendidos en el aire, cada vez más alto. La madera crujía bajo los pies. Las quillas estallaron en pedazos. Perforando lo que se interpusiera en su camino se abrían paso los troncos y, libres ya de sus carcasas, los renacidos árboles se agitaron arrojando a los soldados al vacío. Finalmente, tras despegar sus raíces, partieron de vuelta a su antiguo hogar, a grandes zancadas sobre las olas.


martes, 13 de octubre de 2015

Sobre Cthulhu. Alberto Sánchez Argüello. Microrrelato.

RODAR
Finalmente le enseñé a Cthulhu a rodar sobre sí mismo. Es mejor no hacerlo mucho: provocó un tsunami que barrió con Asia.
PASEAR
Cuando saco a pasear a Cthulhu tengo que estar cuidando que no ensucie las aceras y que no destruya a la especie humana: es un travieso.
JUGAR
Los sábados Miguelito y yo dejamos jugar a Cthulhu y Shub Niggurath. Destruyen algunos universos y luego comen juntos. 

ARRASAR
Llevé a Cthulhu a la escuela. Se rieron al verlo con su forma de pulpo, así que él tomó su forma original. Me costó salir de los escombros.
SOÑAR
Cthulhu a veces tiene pesadillas y nos desbarata la casa y el jardín. Lo arrullo y escribo con tiza R'Lyeh en su frente, siempre funciona.






lunes, 12 de octubre de 2015

La bella durmiente del bosque y el príncipe. Marco Denevi. Microrrelato.

La bella durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al príncipe. Y cuando lo oye acercarse, simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho, pero ella lo sabe. Sabe que ningún príncipe pasa junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos.



Imagen: La bella durmiente, Katarzyna Widmanska.



domingo, 11 de octubre de 2015

La tela de Penélope. Augusto Monterroso. Microrrelato.

Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas. 
Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo. 
De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.



La oveja negra y demás fábulas, Auguto Monterroso.
Ilustración: Mnemosina.

sábado, 10 de octubre de 2015

Algunas peculiaridades de los ojos. Philip K. Dick. Cuento

Descubrí por puro accidente que la Tierra había sido invadida por una forma de vida procedente de otro planeta. Sin embargo, aún no he hecho nada al respecto; no se me ocurre qué. Escribí al gobierno, y en respuesta me enviaron un folleto sobre la reparación y mantenimiento de las casas de madera. En cualquier caso, es de
conocimiento general; no soy el primero que lo ha descubierto. Hasta es posible que la situación esté controlada.
Estaba sentado en mi butaca, pasando las páginas de un libro de bolsillo que alguien había olvidado en el autobús, cuando topé con la referencia que me puso en la pista.
Por un momento, no reaccioné. Tardé un rato en comprender su importancia. Cuando la asimilé, me pareció extraño que no hubiera reparado en ella de inmediato.
Era una clara referencia a una especie no humana, extraterrestre, de increíbles características. Una especie, me apresuro a señalar, que adopta el aspecto de seres humanos normales. Sin embargo, las siguientes observaciones del autor no tardaron en desenmascarar su auténtica naturaleza. Comprendí en seguida que el autor lo sabía todo. Lo sabía todo, pero se lo tomaba con extraordinaria tranquilidad. La frase (aún tiemblo al recordarla) decía:
... sus ojos pasearon lentamente por la habitación.
Vagos escalofríos me asaltaron. Intenté imaginarme los ojos. ¿Rodaban como monedas? El fragmento indicaba que no; daba la impresión que se movían por el aire, no sobre la superficie. En apariencia, con cierta rapidez. Ningún personaje del relato se mostraba sorprendido. Eso es lo que más me intrigó. Ni la menor señal de estupor ante algo tan atroz. Después, los detalles se ampliaban.
... sus ojos se movieron de una persona a otra.
Lacónico, pero definitivo. Los ojos se habían separado del cuerpo y tenían autonomía propia. Mi corazón latió con violencia y me quedé sin aliento. Había descubierto por casualidad la mención a una raza desconocida. Extraterrestre, desde luego. No obstante, todo resultaba perfectamente natural a los personajes del libro, lo cual sugería que pertenecían a la misma especie.
¿Y el autor? Una sospecha empezó a formarse en mi mente. El autor se lo tomaba con demasiada tranquilidad. Era evidente que lo consideraba de lo más normal. En ningún momento intentaba ocultar lo que sabía. El relato proseguía:
... a continuación, sus ojos acariciaron a Julia.
Julia, por ser una dama, tuvo el mínimo decoro de experimentar indignación. La descripción revelaba que enrojecía y arqueaba las cejas en señal de irritación. Suspiré aliviado. No todos eran extraterrestres. La narración continuaba:
... sus ojos, con toda parsimonia, examinaron cada centímetro de la joven.
¡Santo Dios! En este punto, por suerte, la chica daba media vuelta y se largaba, poniendo fin a la situación. Me recliné en la butaca, horrorizado. Mi esposa y mi familia me miraron, asombrados.
-¿Qué pasa, querido?- preguntó mi mujer.
No podía decírselo. Revelaciones como ésta serían demasiado para una persona corriente. Debía guardar el secreto.
-Nada- respondí, con voz estrangulada.
Me levanté, cerré el libro de golpe y salí de la sala a toda prisa.
Seguí leyendo en el garaje. Había más. Leí el siguiente párrafo, temblando de pies a cabeza:
... su brazo rodeó a Julia. Al instante, ella pidió que se lo quitara, cosa a la que él accedió de inmediato, sonriente.
No consta qué fue del brazo después que el tipo se lo quitara. Quizá se quedó apoyado en la pared, o lo tiró a la basura. Da igual en cualquier caso, el significado era diáfano.
Era una raza de seres capaces de quitarse partes de su anatomía a voluntad. Ojos, brazos..., y tal vez más. Sin pestañear. En este punto, mis conocimientos de biología me resultaron muy útiles. Era obvio que se trataba de seres simples, unicelulares, una especie de seres primitivos compuestos por una sola célula. Seres no más desarrollados que una estrella de mar. Estos animalitos pueden hacer lo mismo.
Seguí con mi lectura. Y entonces topé con esta increíble revelación, expuesta con toda frialdad por el autor, sin que su mano temblara lo más mínimo:
...nos dividimos ante el cine. Una parte entró, y la otra se dirigió al restaurante para cenar.
Fisión binaria, sin duda. Se dividían por la mitad y formaban dos entidades. Existía la posibilidad que las partes inferiores fueran al restaurante, pues estaba más lejos, y las superiores al cine. Continué leyendo, con manos temblorosas. Había descubierto algo importante. Mi mente vaciló cuando leí este párrafo:
... temo que no hay duda. El pobre Bibney ha vuelto a perder la cabeza.
Al cual seguía:
... y Bob dice que no tiene entrañas.
Pero Bibney se las ingeniaba tan bien como el siguiente personaje. Éste, no obstante, era igual de extraño. No tarda en ser descrito como:
... carente por completo de cerebro.
El siguiente párrafo despejaba toda duda. Julia, que hasta el momento me había parecido una persona normal se revela también como una forma de vida extraterrestre, similar al resto:
... con toda deliberación, Julia había entregado su corazón al joven.
No descubrí a qué fin había sido destinado el órgano, pero daba igual. Resultaba evidente que Julia se había decidido a vivir a su manera habitual, como los demás personajes del libro. Sin corazón, brazos, ojos, cerebro, vísceras, dividiéndose en dos cuando la situación lo requería. Sin escrúpulos.
... a continuación le dio la mano.
Me horroricé. El muy canalla no se conformaba con su corazón, también se quedaba con su mano. Me estremezco al pensar en lo que habrá hecho con ambos, a estas alturas.
... tomó su brazo.
Sin reparo ni consideración, había pasado a la acción y procedía a desmembrarla sin más. Rojo como un tomate, cerré el libro y me levanté, pero no a tiempo de soslayar la última referencia a esos fragmentos de anatomía tan despreocupados, cuyos viajes me habían puesto en la pista desde un principio:
... sus ojos le siguieron por la carretera y mientras cruzaba el prado.
Salí como un rayo del garaje y me metí en la bien caldeada casa, como si aquellas detestables cosas me persiguieran. Mi mujer y mis hijos jugaban al monopoly en la cocina. Me uní a la partida y jugué con frenético entusiasmo. Me sentía febril y los dientes me castañeteaban.
Ya había tenido bastante. No quiero saber nada más de eso. Que vengan. Que invadan la Tierra. No quiero mezclarme en ese asunto.
No tengo estómago para esas cosas.



miércoles, 7 de octubre de 2015

Lazos de familia. Julio Cortázar. Micro.

Odian de tal manera a la tía Angustias que se aprovechan hasta de las vacaciones para hacérselo saber. Apenas la familia sale hacia diversos rumbos turísticos, diluvio de tarjetas postales en Agfacolor, en Kodachrome, hasta en blanco y negro si no hay otras a tiro, pero todas sin excepción recubiertas de insultos. De Rosario, de San Andrés de Giles, de Chivilcoy, de la esquina de Chacabuco y Moreno, los carteros cinco o seis veces por día a las puteadas, la tía Angustias feliz. Ella no sale nunca de su casa, le gusta quedarse en el patio, se pasa los días recibiendo las tarjetas postales y está encantada. 
Modelos de tarjetas: «Salud, asquerosa, que te parta un rayo, Gustavo.» «Te escupo en el tejido, Josefina.» «Que el gato te seque a meadas los malvones, tu hermanita.» Y así consecutivamente. 
La tía Angustias se levanta temprano para atender a los carteros y darles propinas. 
Lee las tarjetas, admira las fotografías y vuelve a leer los saludos. De noche saca su álbum de recuerdos y va colocando con mucho cuidado la cosecha del día, de manera que se puedan ver las vistas pero también los saludos. «Pobres ángeles, cuántas postales me mandan», piensa la tía Angustias, «ésta con la vaquita, ésta con la iglesia, aquí el lago Traful, aquí el ramo de flores», mirándolas una a una enternecida y clavando alfileres en cada postal, cosa de que no vayan a salirse del álbum, aunque eso sí clavándolas siempre en las firmas, vaya a saber por qué.

Un tal Lucas.

lunes, 5 de octubre de 2015

Soledad. Arantza Portabales. Microrrelato.

—No creo que pueda pedirse mucho más para ser un lunes por la tarde. A mí me basta esto, sabes. Charlar un poco. Verte de vez en cuando. Te veo tan poco, María. Casi ni vienes a casa. Pero qué guapa estás hija… 
Yo no sé muy bien qué decirle. Cuando hago amago de levantarme, me sujeta por el brazo. 
—Hasta Aluche, por favor —, me suplica, —hasta Aluche. Y yo vuelvo a sentarme. Aunque me llamo Laura. Aunque hoy es jueves. Aunque tengo que bajarme en Carabanchel.

domingo, 4 de octubre de 2015

Microhorrores. José Luis Zárate. Microhorrores.

Las plantas de carne no son el horror, son las sutiles raíces de sangre que nos beben.


El guiso era tan bueno que se chupó los dedos, los mordisqueó, fue arrancando con cuidado cada deliciosa uña.


La devoró con la mirada. Ella no podía apartar la vista de esos ojos llenos de dientes.


AGUA PESADA. Las nubes cayeron sobre nosotros, silbando como bombas.


Con qué majestad, poder y maldad las mariposas en Tokio desplegaron sus alas.


El que las tormentas causadas por mariposas sean poéticamente multicolores no consuela a nadie.


LUNA LLENA. Después de devorar la Tierra no podía con un bocado más.


Los polluelos gritan de horror y aun así los padres siguen llenándoles la boca de gusanos.


Sólo tiene un año de muerto, dice la orgullosa madre, y ya camina.


Relájese, dijo la enfermera sin rostro.


Llueve sangre, salimos a ver. El cielo, herido de muerte, empezó a caer.


Salió del pastel. Como no hubo sobrevivientes nunca supimos qué.





jueves, 1 de octubre de 2015

La boda. Águeda Delmar. Microrrelato.

Marcelita nunca había tenido un pretendiente tan asiduo; toda la casa estaba alborotada con la perspectiva de aumentar el gremio familiar con este ejemplar; formal, atento, bien vestido, y lo mejor de todo, con una billetera siempre bien provista y un reflejo rapidísimo para sacarla en el momento oportuno.La Tía Rita quedó conquistada definitivamente, cuando una tarde se presentó Carlos cargando una jaula dorada en la que introdujo su pareja de cotorritos consentidos; nunca había encontrado Don Ismael oyente más atento y silencioso que este muchacho, que a todo decía que sí durante sus largas peroratas sobre política mundial; Teresita opinó que era un “cuáis a todo dar” al verse obsequiada con el último hit de los Totonac´s Co.; Doña Teresa se enternecía a las lágrimas al ver el fervor de su futuro yerno cuando asistía al oficio dominical; la única que le encontraba un “pero”, era Marcelita; le parecía un poquitín frío, distinto a los demás muchachos que antes había tratado, pero sus comentarios fueron acallados por un torrente de ira colectiva, en la que fue declarada por unanimidad inmadura y frívola; ¡cómo osaba comparar Carlos con la serie de greñudos que antes la cortejaron!… Era el colmo. Lo que acababa de vencer su resistencia, era la mirada casi patética que le dirigía cuando decía lo mucho que la necesitaba y lo que significaba para él su posesión; ese recurso no fallaba; Marcelita se sumergía en un pantano de ternura y condescendencia. Llegó el día esperado por todos; cómo rabiarían los vecinos viéndola toda de blanco rumbo a la iglesia. Papá y Mamá estaban pletóricos de felicidad; su cometido como padres había llegado a feliz término; la entregaban en el templo, con todo el bombo requerido (previo ajuste de tarifa con el Sr. Cura). ¡Qué más se podía desear!

Noche de bodas, Marcelita estaba tensa; los anticipos que le había permitido a Carlos habían sido tan pocos y tan tímidos, que la perspectiva de ser poseída, la estremecía; se puso el atuendo de rigor: camisón nylon, negligeé, babuchas de pelito de conejo y Chanel No. 5 en todos los sitios que se le ocurrieron. Carlos pasó al baño e inició también el ritual; a los 5 minutos salió y Marcelita al verle creyó estar volviéndose loca: ahí estaba él; completamente verde, con dos antenas a los lados de la cabeza y un enorme ojo en la mitad de la frente.